EL ESPECTRÓGRAFO DE MIRADAS

Luis M. Fuentes

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6/02/99

Los cuernos del Demonio.

El Parvulito, aquel libro mezcla de catecismo y tebeo de Roberto Alcázar y Pedrín, fue el único refilón de nacionalcatolicismo que me llegó a tocar. Yo tenía cuatro o cinco años y me llevaron a un colegio de monjas, fíjense, del que, aunque no se lo crean, no albergo malos recuerdos. Entonces con esa edad ya se sabía leer, y cuando se salía para primero de E.G.B., algunos ya multiplicábamos (qué lejos queda eso de esta LOGSE advenediza que trata a los chiquillos como presuntos idiotas). En El Parvulito salía Dios con sus barbas y su triángulo, enroscado en túnicas de nubes y querubines, como debe ser, con un talante antropomórfico que se hacía cotidiano y casi íntimo, como si anduviera en bata y babuchas por el mundo. En este Parvulito se encuentra también la primera imagen del Demonio que recuerdo, y digo "Demonio", que siempre me ha parecido un nombre más familiar y picarón, de proletario de la maldad, y no "Diablo", palabra que le otorga al personaje en cuestión otro aire más lejano y abstracto, como de jefazo de una burocracia jerárquica del mal que se limitara a firmar proyectos desde un ático acristalado en el Manhattan del Infierno. Salía este Demonio de El Parvulito en una ilustración inolvidable, acompañando a una niña o a un niño cómicamente repipi que se miraba en un espejo, para ilustrar el pecado de la vanidad. Salía con su rojo brillante y goloso, con sus pequeños cuernos y su rabo en flecha, como un ratoncito de la perversidad. Yo recuerdo que pensaba que muy desocupado debía de estar el Demonio para estar pendiente de cada niño que se miraba en el espejo, pero por aquel entonces dudar todavía me parecía una flaqueza, tanto me habían metido en el coco a ese infantilizado Jesusito de mi vida que era niño como yo y eso de las flores a una María asexuada que, a pesar de todo, madre nuestra es. Pero ese Demonio de mi Parvulito ya no existe: los mismos que nos lo ensañaron dicen ahora que es otro, insustancial, vaporoso de metafísicas, una simple condensación del mal, un desahuciado al que se le han caído los cuernos y al que la hipoteca le ha quitado toda la infraestructura de calderas.

El personaje del Demonio siempre me ha parecido simpático: me inspira la solidaridad revolucionaria de todos los que se alzan en contra de las tiranías, y me identifico con él en lo que tiene de reivindicación de una vida carnal, terrena y espontánea, sincera con nuestra naturaleza. Lástima que no crea en Dios y, por tanto, tampoco pueda creer en el Demonio. Pero el Demonio ya no es lo que era, ya no acojona tanto. En nuestros días su carácter gótico y elemental ha quedado desfasado. Quedan ya pocos desaguisados que achacar a la intervención nefasta de esta criatura, pocos horrores en los que se pueda utilizar su mano para disculpar la incompetencia o la dejadez de ese supuesto Dios tan bueno pero tan pasota, por lo visto. A la Iglesia Católica, sin embargo, le sigue pareciendo que este ser (que, como los dragones, sólo rezuma ya una infantil reminiscencia medieval y extinta), es fundamental para su insólita estructura del mundo, y sigue pensando que, aunque ya no tenga cuernos, por alguna extraña razón, a este bichillo, cuando se aburre, le sigue dando por poseer a la gente, así como así, para dar el cante. Como ni el Demonio se ha librado del cambalache de esta modernidad mineral y alienada, la Iglesia Católica ha tenido que lanzar una edición "ampliada y revisada" del manual del exorcista (que reemplaza a un rancio texto de 1614), donde se insiste en la necesidad de distinguir entre la posesión demoníaca y los casos psiquiátricos. Ahora, pues, antes de rociar con agua bendita y soltar los latinajos, el cazademonios tendrá que sopesar con cuidado los "síntomas", con este librito en una mano y los tratados de psicoanálisis en el otro. Sólo si después se considera pertinente, se soltarán los sortilegios adecuados, a los que, no se sabe por qué, el Demonio debe obedecer.

Una vez más, la Iglesia nos sorprende con sus ritos mágicos disparatados e ingenuos, demostrando que su vocación de primitivismo perdura a pesar de todo el avance del conocimiento humano. Como decía aquel venerable Jorge que nos mostraba Umberto Eco en "El nombre de la rosa", la risa mata al miedo, y sin miedo no hay religión. Pero estas cosas, hoy en día, lejos de dar miedo, dan sólo eso: risa. Aunque quién dice que no es el mismo Demonio el que me inspira estas herejías: ¡Vade retro, Satanás!

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