EL ESPECTRÓGRAFO DE MIRADAS

Luis M. Fuentes


DICIEMBRE 1998

Magufos y profecías 26/12/98

La fragilidad y los dioses 12/12/98

Perros en el diván y obispos con pasamontañas 19/12/98

Ayuntamiento y Cruz Roja 5/12/98

[artículos] [e-mail] [enlaces]


26/12/98

Magufos y profecías.

Uno de los aderezos de la Navidad tontona y empachosita de cada año, un complemento del turrón, la lotería y los pastorcillos cagando en el belén, son las inevitables predicciones para el nuevo año con que se dejan caer los magufos en los medios de comunicación. Para el que no lo sepa, el término "magufo", ampliamente utilizado en la jerga escéptica, designa esa fauna destartalada de videntes, médium, investigadores de ovnis, astrólogos, curanderos y cartomantes, acicalados de túnicas y caras duras, que pululan entre la ingenuidad y la credulidad de las gentes.

Hace poco tuve la oportunidad de ver una graciosa colección de esta especie rapaz en uno de esos programas fatigantes de la televisión. En este programa, entre otras gracias, se explicó un ritual para "llamar a la buena suerte" que consistía en refregarse por la cabeza y por la cara limón y tomates y bautizarse con un agua en la que habían estado sumergidos unos cuantos higos. Uno no deja de sorprenderse de la credulidad de la gente, de la simpleza que se requiere para tragarse estas chorradas, del horror que significa pensar que cualquier cosa puede ser verdad, por muy ridícula que resulte. Quizás sea porque la gente común sigue necesitada de un elemento mágico e inexplicable de las cosas que le proporcione atajos y consuelos en su vivir vacío, o quizás sea una enfermedad de cultura, una hepatitis de ignorancia. El caso es que el pensamiento racional y fundamentado no entra, por lo visto, en los esquemas de la masa ciega que se traga estos bodrios.

La astrología es una mentira. Las constelaciones, grupos arbitrarios de estrellas que eligió el hombre, que desde la Tierra parecen cercanas entre sí pero cuyas distancias pueden ser mayores incluso que la distancia a otras estrellas de otras constelaciones, no pueden ejercer el influjo que nos dicen estos magufos: La "interacción astrológica" sería una fuerza que no dependería de la distancia a ningún cuerpo, sólo del ángulo con el que se mira desde la tierra la posición de unos planetas respecto a unas agrupaciones caprichosas de estrellas hechas por el hombre; o sea, algo totalmente local y ad hoc que violaría además toda la física, hasta la misma ley de conservación de la energía —y existe un teorema matemático que demuestra esto. Creer en la cartomancia, igualmente, supondría creer que hay un "ente sobrenatural" que conoce el futuro ocupado en colocar las cartas de acuerdo a otra convención arbitraria cuando se realiza la adivinación, cosa que, además de volvernos a sumergir en el pensamiento mítico más primitivo, no tiene ningún fundamento. Creer en la videncia supondría también aceptar la capacidad del ser humano para poder escaparse de su atadura del tiempo, de la entropía y del inevitable factor aleatorio del universo, cosa que me parece imposible de aceptar sin pruebas.

Cuando estos magufos defienden su postura suelen tomar una posición fáctica, basada en que ellos, pese a que no hay ningún fundamento racional para su "ciencia", en realidad sí realizan la "adivinación". Aquí hay que explicar cuál es el fundamento mismo de las profecías y de las predicciones. El "arte" de hacer predicciones tiene mucho que ver con la probabilidad y la ambigüedad. Todo el mundo puede hacer predicciones, e incluso acertar. Si yo cierro los ojos y declaro con gesto solemne "mañana no nevará en Grazalema", lo más seguro es que acierte. En este caso mi "predicción" se basa en la probabilidad. Para que un magufo pudiera demostrar que de verdad adivina el futuro, no tendría que demostrar que alguna vez acertó, sino que el porcentaje de aciertos es mayor que el que se pueda deber al azar. Asimismo, si declaro: "mañana en Nueva York ocurrirá una gran desgracia", esta vez sí que acierto seguro, sobre todo porque en Nueva York ocurren constantemente desgracias y porque la definición de "desgracia" es bastante imprecisa. Aquí estoy utilizando la ambigüedad. Aderécese esto con algo de intuición, psicología y falta de escrúpulos y ya tiene usted a un adivino.

En fin, el pretendido conocimiento de estos magufos no tiene ningún fundamento, sólo la credulidad nacida de la simpleza mental o de la ignorancia. Su argumento de "yo adiviné tal cosa", no podría superar el examen más sencillo de inferencia estadística. Como sé que por aquí hay algunos elementos de estos (magufos y magufas que, además, no sé por qué, suelen exhibir una vulgaridad palurda y marujil), les digo directamente que, o son un fraude, o son simplemente idiotas. Y que pataleen y me echen maldiciones y males de ojo, como hicieron una vez con mi colega José Luis Rangel. A mí, plin.

[Volver al comienzo de la página] [artículos]


19/12/98

Perros en el diván y obispos con pasamontañas.

Una tía mía tiene un perro pijo. Es un pequinés chiquito y birria, repelente y niñato, asquerosito y amanerado, excesivo de mechones y veterinarios, de los que se suponen a las marquesas chochas o las solteronas eternamente menopáusicas. Pero ahí está, en una familia obrera de lo más normal, como una única concesión a la cursilería. Onasis, que así se llama, come chuletas y pollo con una dignidad patricia y tiene andares de señorito con chaleco prieto. Hasta cuando ladra —con un ladrido afeminado y melindroso— lo hace con un recatamiento de prosapia fachendosa entreverada de ñoñería. Me acuerdo del perro de mi tía —al que le tengo manía no sé por qué— ahora que leo que en España hay 500 perros en tratamiento "psiquiátrico". Tienen estrés, depresión, ansiedad, y se les receta sin sobresalto ansiolíticos, antidepresivos y psicofármacos varios, hasta el Prozac, la ambrosía de los urbanitos, las telefonistas y los JASP. Estos males de fin de siglo, por lo visto, se les han acabado pegando a nuestros chuchos por una empatía doméstica o un proceso oscuro de antropomorfosis, caprichos o locuras de la biología de nuestro planeta. El caso es que no me sorprendería que mi tía, ante unos ojos gachos o un ladrido hipado de su Onasis, llevara al animalito al diván de un especialista para que allí se explayase sobre su vida de perros edulcorada por los mimitos y las gracias comunales de la familia, que lo trata como a un bebecito tardío y peludo, llenándolo por ello, seguramente, de complejos y neuras.

A uno no deja de parecerle esto algo ridículo, por no decir enfermizo: Humanizar tanto a los animales que terminen convirtiéndose en simulacros patéticos de personas, como esos amigos imaginarios de los niños solitarios. Luego, claro, salen cosas raras como esos "ecoterroristas" que incendian edificios y amenazan a personas para defender los derechos de los ratones de laboratorio. Esta gente (y, en menos medida, los que llevan sus canes a psicoanalizar) padece una suerte de pérdida de perspectiva, un vértigo de las proporciones de las cosas. Y esto es, precisamente, lo que le pasa al obispo Setién.

Setién es un cruce casi canino entre cura y pelotari, una especie de montañés episcopal con chapela y crucifijo, un abertzale de hostias y confesionario. Por muy obispo que sea, maneja los enunciados de los violentos con una soltura disciplinar y mimética, y exhibe una falta de equidad escandalosa entre asesinos y víctimas que delata una posición bastante sospechosa al respecto. Setién es un Arzallus con faldones y aureola de santidad mártir y libertaria, un cruzado medieval y telarañoso ansioso de juicios de Dios para Euskal Herria. Llamar preso político a un asesino es un bofetón horripilante a una democracia, aunque a lo mejor él no sabe muy bien lo que es eso, confundido entre el resonar de las trompetas de su Reino Abertzale de los Cielos y el de los tiros de los que se ponen pasamontañas.

A Setién, por lo visto, sólo el Papa le puede llamar la atención (qué cosa tener por encima sólo al Papa y al mismísimo triunvirato divino), aunque yo aquí me he permitido saltarme la cadena de mando. Uno no quiere ser malpensado ni retorcido, pero se da cuenta de que a la Iglesia le interesa contar con apoyo popular en el País Vasco. Así, lo que hace Setién es, desde el punto de vista político, hasta comprensible. Lo que ocurre es que es moralmente despreciable. Pero, digo yo, a ver qué demonios le importará a la Iglesia la moralidad mientras pueda conseguir la confianza y el cariño patrios de los euskaldunes y estos estén dispuestos a seguir engendrando más y más remesas de vasquitos blancos y cristianos para sustentar el kiosco católico.

Setién, en fin, por cuestiones políticas, económicas o por pura perversión o estulticia, ha perdido la perspectiva. Seguramente llevará pronto a su perro a hacerse la manicura y a psicoanalizar y se declarará en huelga de hambre por las cobayas. Normal que le dé prioridad a los animales.

[Volver al comienzo de la página] [artículos] 


12/12/98

La fragilidad y los dioses.

Es notable la carga alegórica de las primeras óperas. El apoyo del mito, el respaldo de la tradición clásica grecolatina, las arropa con una reminiscencia algo acrisolada, con ese peso añejo y reconfortante que tiene siempre el mostrar las raíces de nuestra cultura, que es como una justificación de nuestras miserias. Con frecuencia estos héroes, símbolos y dioses metafóricos eran utilizados a manera de moraleja, aunque, a menudo, los personajes, en medio del dramón, dejaban caer (aparte) su opinión sobre la ridiculez antropomórfica y pagana de estas historias. Estoy pensando, por ejemplo, en "Il ritorno d'Ulisse in patria", de Claudio Monteverdi, donde Ulises, en un momento en que conversa con Minerva, se vuelve al público y, en un paréntesis bastante jocoso, se burla de la inconsistencia de esos personajes olímpicos, estas deidades tan humanas y tan de cómic. Aun así, el pensamiento cristiano de la época sabía aprovechar convenientemente este ropaje helénico para su provecho, como lo demuestra el hecho común de la representación de estas historias politeístas y algo impías. Al fin y al cabo toda la filosofía del catolicismo se sostiene sobre Platón y Aristóteles, y, con estos "homenajes", se agradecía a la cultura griega este sustento, eso sí, reconvirtiéndola con una especie de perspectiva de equivocación pasajera y permisible (como el Virgilio de "La Divina Comedia") en un manojo de parábolas de indudable intención cristianizante.

Monteverdi compuso su Ulises en 1641, un año antes de su última ópera maestra, "L'incoronazione di Poppea". La primera escena del Ulises es un ejemplo claro de cómo se presentan las fuerzas y las claves de la trama de la obra mediante encarnaciones alegóricas. Vemos en el escenario a un hombre representando a la "fragilidad humana", e inmediatamente después, los poderes o las sombras que más le hacen zozobrar: el tiempo, a veces cojo y a veces alado, según los momentos sean agradables o desagradables, pero siempre con la amenaza ineludible de la muerte; la fortuna que, ciega, sorda y caprichosa, nos maneja durante toda nuestra vida, haciéndonos caminar sin saber, vapuleándonos cada día, arbitraria y tiránica, con lo aleatorio; y, por último, el amor, que nos arrebata el sentido con quimeras y ensoñaciones. Estos tres seres danzan alrededor del hombre arrodillado, apabullado por su fuerza ineludible. Ante ellos, el hombre es frágil, desgraciado e infeliz.

Esta alegoría aparentemente intrascendente describe una intención moldeadora sutil y malévola, esto es, la de inculcar la noción de que el hombre es inexorablemente débil, que está desprotegido sin remisión. Y la solución se plantea obvia y ejemplar: es necesaria la intervención, la ayuda de los dioses para la elevación de ese ser mísero y frágil hasta un estado libre de ese peso terrenal y fangoso que lo ata a la penuria. Ha sido un objetivo fundamental del cristianismo exaltar la debilidad del hombre, hacer el sufrimiento algo no sólo inevitable, sino adecuado, pedagógico y hasta glorioso. El ejemplo más ilustrativo de esta concepción lo tenemos en las Bienaventuranzas, auténtico estatuto de la esclavitud y la resignación. Es fundamental en el pensamiento cristiano la necesidad del envilecimiento, de la humillación del ser humano: se nos repite sin cesar que somos pecadores, abyectos, indignos, desobedientes. Lógicamente la humillación lleva al servilismo y la dependencia, y eso es lo que interesa al cristianismo. Cuánto más frágiles nos sentimos más necesaria es la intervención de los dioses y sus intermediarios, más inevitable es nuestra sumisión a sus dictados, que, al fin y al cabo, sólo son los dictados de los poderosos que construyeron estas deidades para la perpetuación de su estatus dominante, una clase que puede así justificar cualquier cosa apelando a nuestra "maldad" o "desobediencia".

No puedo dejar de ver esta idea como una perversión, como una inmoralidad ignominiosa. Yo, que soy algo más optimista y orgulloso, soy incapaz de ver al hombre como un gusano arrastrándose continuamente, suplicando y humillándose, deseando favores, piedad y benevolencia. Que se sepa, el ser humano es el ser más inteligente que existe. No es perfecto, porque nada puede serlo. Somos capaces de lo más extraordinario y de lo más loable, aunque también de las atrocidades más espeluznantes (aunque cada vez menos; nuestra evolución sigue ese camino). El hombre es grande, tiene a la ciencia y al arte, a su razón y a su inteligencia. Y está dispuesto, ya, a mirar a los dioses inventados a los ojos y a echarlos de su trono prepotente y castigador para arrojarlos al exilio de los errores y de la indecencia. Aunque muchos se sigan empeñando en envilecernos, llegaremos a ser nuestros propios dioses.

[Volver al comienzo de la página] [artículos]


5/12/98

Ayuntamiento y Cruz Roja.

Entrar en el Ayuntamiento a hablar con algún político tiene siempre ese afán de revancha o de orgullo del equipo colista que va a visitar al líder a su campo reluciente y poblado de globitos de colores y bufandas. A semejanza de esos choques futboleros, ese apabullamiento de bedeles y secretarios de secretarios, de escaleras y pasillos, está intencionadamente pensado para impresionar, para empequeñecer, para hacer que desconcierte con un peso arquitectónico y barroco, para producir una calculada sensación de apocamiento o de mendicidad. Hay esperas que se alargan, y un ir y venir de servidumbre institucional y plebeya; todo está calculado, la frialdad cortesana y el desapego burocrático de los funcionarios, las sonrisas justas y el protocolo palaciego dilatado y oxoniense, hace que uno termine hablando en susurros, como en las iglesias o en los velatorios. Luego llega el delegado o el concejal, o el alcalde, el equipo de casa sale a su campo y ríe y da pisotones llenos de la confianza, seguro de ganar, y piensa, seguramente, que el artificio ha funcionado, y lanza los primeros comentarios, siempre jocosos y bienhumorados, con la certeza de que han conseguido que el que va a hablar con ellos se sienta a su merced. La última vez llegó el alcalde, quitó un papel de un cenicero, y comentó riendo no sé qué de la mala imagen que eso daba. Intentaba provocar una sonrisa, una falsa distensión para comenzar a sentir que dominaba la situación. Pero ninguno de los que estábamos allí era ajeno a ese juego. Me dijo que no me conocía y cuando pronuncié mi nombre comentó: "Hombre, el que escribe", quizá porque eso de escribir le resulta todavía extraño, casi esotérico. Pero allí nadie estaba para bromitas. Íbamos para intentar solucionar la deplorable situación a la que el Ayuntamiento había conducido a la Cruz Roja de Sanlúcar, y las buenas caras las habíamos guardado en el cajón hacía tiempo. Todo fueron loas y flores para Cruz Roja por parte de los políticos, y asentimientos de cabeza, apesadumbrados y fraternales, como quien contempla una desgracia ajena y comprende y apoya y da palmaditas en la espalda. Nos desplegaron todo un catálogo de buena voluntad ecuménica y beatífica, y nos hicieron tantas promesas... Tantas que las creyeron suficientes para hacer acallar las protestas, para comprarnos casi. Sí, porque trabajan así. No dan soluciones, se limitan a poner las buenas caras pertinentes para que no haya críticas y no se hable: se dan largas, se ponen plazos y se marcan con un boli gordo y rojo fechas en el calendario y ofrecimientos fantasmales e idílicos, igual que se intenta conformar a un crío con un futuro falso de golosinas y de empachos de chocolate. Pero al final, nada.

Para cubrir los servicios que Cruz Roja realizó hace tiempo para el Ayuntamiento se consumieron los últimos recursos, se exprimieron las cuentas y los esfuerzos. El resultado es que la Cruz Roja de Sanlúcar está frita a facturas, sin los medios mínimos para sobrevivir, continuamente amenazados por el corte del teléfono y de la luz, sin posibilidad de comprar el material fungible diario, todo por esforzarse en servir a la comunidad sin caer en la cuenta de lo arriesgado que es confiar en la palabra de estos políticos. Del millón largo que deben, el otro día el Ayuntamiento ingresó sólo 200.000 pesetas. Pocas y tarde. Y todavía dice la TDC que se "adelantaron". Las cosas se adelantan si se hacen antes de tiempo, no con meses de retraso y además en una cantidad bastante menor a la acordada. Y encima pretenden que se les agradezca, y salen en las ruedas de prensa con un teatral abatimiento de traición o alevosía, como hizo Sadoc.

La cosa está clara: el Ayuntamiento tiene un dinero de Cruz Roja y no lo paga, y por ello Cruz Roja no puede sobrevivir. Así es, y lo demás es retórica de púlpito. Las cuentas de su tesorería y su burocracia judaica y reglamentaria no incumben a la Cruz Roja. Sadoc y el alcalde ponen cara de mártir, pero la realidad es que por su culpa enfermos terminales no pueden ser atendidos y niños no pueden ir al colegio, por su culpa un servicio de urgencia en la ciudad está inutilizado y hay vidas en peligro. Y dice Sadoc que quieren dar vales para combustible, vales que se descontarían de la deuda. Otra limosna para callarnos la boca, pero no sabe que eso no soluciona nada, que para nada sirve el combustible si no se tiene ni para esparadrapo. Lo único que soluciona el problema es el dinero, el dinero que deben y que prometieron, el dinero que no dan, ese dinero que duele como un agujero inmenso y catastrófico y cuya inexistencia ha paralizado toda la Cruz Roja. Dirán ustedes si esto, más que insensibilidad, no denota una criminalidad canalla y desalmada. Así que será mejor que dejen de intentar comprar a la Cruz Roja con gollerías neblinosas y zarandajas y cumplan su palabra, si la tienen, y que llegue el convenio y se pague la deuda. Es sencillo, ¿no?

[Volver al comienzo de la página] [artículos]