Los días persiguiéndose
Luis Miguel Fuentes

25 de septiembre de 2003

Testamento vital

“Más allá de la curva del camino / tal vez haya un pozo y tal vez un castillo, / o tal vez tan sólo continúe el camino. / No lo sé ni pregunto”. En el poema de Fernando Pessoa, la curva del camino es la muerte, acerca de la que nunca podremos saber nada. Todo lo que tememos de la muerte está todavía en la vida. Los que no tenemos ninguna razón para creer que después de esa curva haya nada más, añadiríamos que ningún ser puede sentir su inexistencia. La muerte es su misma frontera, un pensamiento como de la cercanía o del viento que trae un tren que debe llegar largamente hasta nosotros sin verse. Cualquier reflexión intelectualmente decente sobre la muerte sólo puede ser la reflexión sobre ese passo estremo. Los que piensan sólo en un después están suponiendo al hombre como un fantasma. Los que piensan que sólo hay un antes están negando que la vida englobe a la muerte. No, la muerte no es ninguna singularidad donde sólo mandan el azar o los dioses, sino el último acto de la vida. Si lo que nos hace humanos es la libertad y la voluntad, ¿qué puede impedir que la libertad y la voluntad nos dirijan a la muerte? Algo igualmente humano: la estupidez y la crueldad.

El Parlamento andaluz acaba de aprobar la ley de Voluntad Vital Anticipada, que no es ni mucho menos una ley sobre eutanasia, sino un dejar escrito si se quieren o no máquinas que vivan por uno cuando uno sólo pueda respirar por los ojos. Es otra cosa la eutanasia, que tampoco me gusta como palabra, pues suena a sacrificio de animalillos indefensos. Es más exacto el término suicidio asistido, que denota la propia voluntad puesta en otra mano fuerte para que te arranque el sufrimiento como una espada, cuando tu propia mano es sólo una raposa muerta que acompaña tu costado. Pero no tenemos todavía una ley sobre suicidio asistido porque los moralistas han juzgado que el sufriente no es quién para medirse el dolor, que no es quién para morir pues morir debe ocurrir siempre con un rayo, que su vida pertenece a la comunidad o a los dioses que engordan con cada suplicio. Los moralistas se meten en la mente del que quiere morir, que es como meterse desde el suelo en la velocidad de un paracaidista, y hacen de su agonía enunciados y de su angustia una virtud. Ésa es la esencia de su moral morbosa, convertir el sufrimiento de los otros una virtud para no admitir el placer sádico que ello les proporciona. Leo el catecismo de la Iglesia Católica: “Una acción o una omisión que, de suyo o en la intención, provoca la muerte para suprimir el dolor, constituye un homicidio gravemente contrario a la dignidad de la persona humana y al respeto del Dios vivo, su Creador”. Ellos, que pesan de lejos la muerte y la vida, los traficantes de almas, los tasadores de culpas, que ponen el respeto a sus dioses inventados por encima de la compasión, ¿quién les dio derecho?

“Señores jueces, autoridades políticas y religiosas: No es que mi conciencia se halle atrapada en la deformidad de mi cuerpo atrofiado e insensible, sino en la deformidad, atrofia e insensibilidad de vuestras conciencias". Así terminó Ramón Sampedro su testamento. Luego se hizo matar, libre y lúcido. La muerte nos pertenece como la vida. La muerte como el acto supremo de la voluntad. No hay ninguna dignidad que pueda estar por encima de esto. Pero los dioses santificaron la crueldad. El infierno no se inventó para atormentar a los pecadores, sino para satisfacer la ferocidad de los justos.

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