Los días persiguiéndose
Luis Miguel Fuentes

12 de febrero de 2004

Sexo y clero

Hablábamos el otro día de la carne y ya tenemos a otro párroco condenado por abuso de menores, en Peñarroya-Pueblonuevo, diócesis de Córdoba. Parece que para la Iglesia los niños no son carne y se pueden comer en Cuaresma igual que los conejitos recién nacidos, que decían los frailes del medievo que eran pescado. Sobre el sexo del clero, practicado entre querubines y flagelaciones, se han escrito libros tan gordos como el catálogo que le llevaba Leporello a Don Giovanni (miren lo que cuentan Voltaire, Mirabeau o Grecourt), y ya no nos escandaliza salvo cuando se ensaña en sus monaguillos descalzos y en sus pequeñas vírgenes con toca. Hace poco me contaba un teólogo, con palabras más crudas, cuánto eclesiástico conocía con sanas costumbres sexuales llevadas como puntual purgante. Pero no caigamos en el morbo facilón. La Iglesia no escapa a ninguna de las debilidades humanas, pues por humanos está compuesta, y esto nos lo recuerda ella misma con aspiraciones de disculpa, sin que se roce su teología. La pregunta sigue siendo qué razón hay para confiar en el resto de los artificios de tan humana institución, que no cesa de equivocarse y de caer en los pecados que a los demás nos llevan al infierno y a ellos al abrazo corporativo.

Si los Borgia fueron lo que fueron; si, tal como cuenta Benedetto Varchi, el obispo de Faenza murió cuando era sodomizado por un hijo bastardo de Pablo III; si León X reguló el pago por el perdón de estos pecados cometidos por clérigos (67 libras, 12 sueldos, por pecado carnal con monjas, primas o ahijadas; 131 libras, 15 sueldos, por pecado con niños o bestias; 219 libras, 15 sueldos, si además de esto había fornicación con mujer, declara la Taxa Camarae), nada más podemos reprochar ya al sexo del cura, salvo que mire más la edad sobre la que se alivia y las formas de su hipocresía. En realidad, el celibato sacerdotal fue adoptado bastante tarde y en principio fue una opción personal. Y si acabó imponiéndose, no fue tanto por los efluvios de la santidad como por evitar que los bienes de la iglesia empezaran a ser reclamados por herederos. Nada bueno puede venirle al hombre que estanca sus fluidos y reprime lo que la naturaleza nos ha puesto dentro como un tensor. Pero la moral cristiana es esa moral como contranaturaleza que decía Nietzsche, moral castrante que puede bendecir a los ejércitos pero siempre sitúa al Demonio en los bajos, como si el Demonio no tuviera mejores sitios donde estar. De la oposición carne/espíritu ya hablábamos la semana pasada, y es ése un platonismo fundamental que si se rechaza acaba con la Trinidad, con el alma inmortal y con todos los delicados fantasmas que sustentan su teología de sutiles transparencias. Ni sus dogmas ni sus sacros imperios pueden conservarse sin esta dualidad, y de ahí viene toda la moral sexual de la Iglesia, que ésta se ha visto obligada a aparentar más que a cumplir, pues en las sacristías los ángeles siguen con los muslos desnudos.

No, el sexo del clero no nos sorprende ni nos importa. Otra cosa es el delito y la hipocresía. Mientras la Iglesia condena el fornicio o declara enfermos a los homosexuales, el obispado aún ofrecía antier su “apoyo y cercanía” al párroco condenado, antes de destituirlo por el escándalo, que no por el pecado (recuerden los casos silenciados). Con León X, al menos le hubieran hecho pagar 131 libras y pico.

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