Los días persiguiéndose
Luis Miguel Fuentes

  9 de septiembre de 2004

Astilleros

LOS DÍAS PERSIGUIÉNDOSE · LUIS MIGUEL FUENTES

Fueron las factorías-catedrales franquistas, la monumentalidad de aquel sovietismo de la autarquía que daba en los atardeceres un perfil de gloria y trabajo, como la estatua de un cosmonauta con martillo. Fueron el pan de hierro del pueblo y la cabaña que nunca terminaban de construir las familias generación tras generación, los padres que dejaban en herencia al hijo la misma soldadura, la misma taquilla, sus herramientas como un revólver histórico, el economato con fruta y detergente. De allí salían los buques como elefantes que se levantaban de su cementerio, de allí salía la economía entera de los lugares igual que de una gran cesta en el agua. Son ya una iglesia vaciada, un monstruo que no puede con su artrosis, el museo por el que sólo se pasea verticalmente la nada, con las grúas como paraguas. Y sus trabajadores, indios de una reserva, con la melancolía de sus antepasados, con las danzas de su orgullo, con la fiambrera sagrada. Los astilleros como su propio escombro. No queda sino hacer una cruz con sus planchas y rezar por los caídos. La culpa queda repartida entre décadas y gobiernos, entre coyunturas mundiales y realidades económicas; la culpa fue lloviendo largamente y los inocentes son los primeros que caen en los huracanes. Al final, será un gobierno socialista el que los desmantele o los malvenda. Es sólo una anécdota. Ya no hay retórica ni dinero para sostenerlos. Ni con biberones se puede seguir criando hoy en día a los dinosaurios.

Los astilleros hace mucho que no eran de este tiempo. El Estado no tiene por qué ponerse a hacer barcos igual que no tiene por qué ponerse a hacer coches ni refrescos. Los astilleros públicos, como las pirámides, corresponden a otra época y a otra religiosidad. Pero había que enterrar a demasiada gente y nadie quiso matar a la abuela en la butaca. Las regulaciones, los cambios de logotipo, eso sirvió para crear una épica del pueblo y un hondo sentimiento de tanguillo, la lucha con tirachinas y con mendrugos, la picaresca con sordos falsos, la tragedia de los lunes al sol y de esa soledad del jugador de dominó. Pero no podía hacer nada contra un mal que venía de su propio peso de difunto, que ya lo anunciaba todo. Hay para más de un romance y para más de un buscón, pero entre los astilleros bandidos de Asia y el rejón de muerte de la UE lo han terminado abruptamente. Nos duele la viudez, y un hombre en la esquina es siempre triste. Pero que el Estado siga subvencionando la melancolía es, además de ilegal según nos dice la alta Europa, seguramente un agravio para los demás.

Le pregunto a mi padre, jornalero del campo de toda la vida, a quien tengo como una especie de sabio de guardia. “Cuando yo me quedaba parado –me dice--, no salía a la calle pidiendo trabajo por cojones. Esta gente quiere que el Estado les dé trabajo por cojones, cuando no hay, y eso no puede ser”. Quizá tenga razón. Imaginemos a los licenciados, graduados sociales, enfermeros, artistas, plumillas, esteticienes, exigiendo al Estado que les monte una empresa pública para ellos, una oficina, un hospital, una peluquería, exigiendo la publicación de sus libros, la compra de sus acuarelas, o que al menos les prejubilen. “Pues que se unan y luchen como nosotros”, me contestaron una vez Cádiz. Pero el Estado no es esa olla sin fondo que deba pagarnos por contemplar con languidez el horizonte. Hubo tiempos mejores, siempre los hay. Pero el mundo no es una foto y hasta las esfinges pierden la nariz. Ellos terminarán con una paguita. Otros seguirán en el paro. Las dos cosas pueden dar para un primer premio de comparsas, si se visten bien de espantapájaros o deshollinadores.

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