Los días persiguiéndose
Luis Miguel Fuentes

  18 de noviembre de 2004

Boadella

Los genios se presentan en zapatillas, los genios andan siempre despeinados, los genios sólo comulgan su propio arte como si se comieran la mano, que es la única verdad de un artista. Con los ojillos de ratón, con la inteligencia de punta, con un rabo de diablo que le escribe las cosas, Albert Boadella es el teatro auténtico, montuno, libérrimo, como las novelas que se hacen con frío. Ha decidido no entrar en los palacios, donde el artista es personal de cocina; ha decidido no ser recibido con fanfarrias de Delalande, igual que reciben los reyes a los jabalíes asados. Cuando su teatro está sacando las mentiras del mundo con grandes narices, no se puede confraternizar con la política, que es la mentira fundamental de nuestro tiempo. Del Pujol de la pela al Maragall del hockey sobre patines sólo hay un bigote o dos. Su Ubú es todavía mucha gente, es toda la política retratada en la vida de un pato quizá, y llegar del Bajo Ampurdán para que te hagan caballero de un orinal de oro es descender muchos círculos en la escala del cómico.

La Cruz de San Jordi es una cosa para aviadores o catedráticos de ginecología que a un espíritu libre le debe pesar como un cepo. Hacer de Boadella otro comensal de una orden como de Reyes Magos del pueblo sería domesticarlo, vencerlo, y que quede el artista atravesado por la lanza del santo, como otro dragón de la colección. A partir de ahí pueden ya colgarte del asta de una bandera y ser otro símbolo de la nación, la patria catalana, la normalización lingüística, terminar igualado al portero de la selección de hockey como gran gloria. Cuando el sistema intenta asimilar a un artista siempre es por esto. Hay a quien le puede la vanidad y se compra un traje para la ocasión; hay quien ofrece su desprecio como acariciándose el mentón y se convierte en héroe verdadero volviendo a su cabaña y dejando a los políticos planchándose el sombrero de copa. “Hay inflación de cruces de San Jordi”, ha dicho Boadella, pues andan repartidas como chocolatinas y el portero de hockey ya las colecciona. En el fondo Boadella es un dandy que sabe que no hay mayor elegancia que la desgana y que todo club es una vulgaridad.

Boadella no quiere ser artista autonómico con la cédula de patriotismo al día, ni símbolo de nada que no sea su arte. Aquí, donde tenemos tantos artistas orgánicos, que hasta salen en el BOJA como otros linces a los que se les da de comer, tantas Medallas de Andalucía con mérito de coro rociero, no hay ningún Boadella. Aquí sólo está Távora, que cada vez que monta una gallera se cree que ha sacado el alma andaluza a torear gitanas y que enseguida tiene que venir alguien a ponerle algo colgando en su pecho gladiador. Távora sí aceptó en su día la Cruz de San Jordi, con cabezada y emoción de scout, pero de Boadella a Távora hay lo que del genio al potaje, lo que de la inteligencia a la corneta, lo que de la libertad a la guardarropía. Távora es la ópera de los ignorantes y el aplauso de los emperadores catetos. Boadella es el teatro de pan y agua, satisfecho de su arte. Boadella y Távora, igualados por la Generalitat, eso hubiera sido una buena broma. Los premios que dan los políticos son una manera de vestir al personal de papagayo, pero Boadella prefiere las hogazas que le tire su público antes que le hagan Lord Mayor. Aquí, donde los tontos con medalla que decía Joaquín Sabina forman fila, Boadella es un raro. Pero en realidad es un sabio. Y eso sí que es un pecado. Eso sí que es un desprecio.

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