Los días persiguiéndose
Luis Miguel Fuentes

20 de enero de 2005

Modelos

La Nación étnica o cultural es un invento romántico, igual que suicidarse por una dama con una pistola guardada como un violín. Blut und boden, que decían los alemanes, sangre y tierra, y el espíritu del pueblo, el Volksgeist, que es como ir todos en un larguísimo caballo que los conduce por la Historia. La Nación es otro enamoramiento, y por tanto una idealización y una proyección de uno mismo volando por su mapa, acompañado de héroes y designios. El Estado, sin embargo, es el ente jurídico supremo, un pacto con columnata, y no viene del sentimentalismo sino del concepto ilustrado de nación cívica, del contrato social, de hombres que se dan leyes y otras matemáticas de notarios que no gustan a los últimos románticos con sonetos de la raza y de la Patria, que es una novia muy repartida. Admitiendo esto, hay quien cree que la Nación es anterior al Estado, que puede haber naciones sin Estado y Estado con una o muchas naciones, que el dibujo de la pizarra es diferente al del corazón y que lo bello y lo puro sería una cerca para cada pueblo auténtico y una electricidad única recorriendo su alma. Un Estado para cada Nación, una dama para cada enamorado, ésa es la novela con floretes que quieren los nacionalismos. Otra visión resulta de afirmar que no hay naciones más que en el sueño de unos ateneístas o bardos, que la identidad cultural es un figurín vestido para eso mismo, que a los hombres les deberían bastar leyes justas y que los países son solamente las piedrecitas de colores que fueron colocando las guerras del dinero, las herencias de reyes y los dioses cabreados, sin más existencia real ni destino wagneriano. Por el primer camino volvemos a la tribu; por el segundo iríamos hacia la disolución de las fronteras, que ya se dijo que son cicatrices, y a la explosión hacia fuera de los países, como células que revientan en el cuerpo y dejan su líquido en eso más grande y más alto que es la Humanidad toda, el mayor Estado posible, y al que deberíamos tender. Como somos aún necios y palurdos, los políticos andan en lo primero, que les parece una gran modernidad y libertad, cuando es la regresión de la Historia con himno municipal.

Se discute ahora el modelo de Estado, en Andalucía quieren dejar claro cuál es el nuestro y PSOE y PP pretenden acordar un tipo de señora que guste a los dos. Pero es una guerra perdida porque el provincianismo periférico saca su Nación de la alberca y a su Dulcinea de la vecina, y por ellas terminarían matándose como Werther, si hace falta. Hay un párrafo de Aristóteles, en Acerca del cielo, en el que critica a los pitagóricos porque “en vez de buscar razones y causas a los fenómenos, tratan de atraer a los fenómenos a sus razones y opiniones, en un intento de que se adapten a ellas”. Igual que los pitagóricos se inventaron la “antitierra” para que les cuadrara lo que decían sus números con tamaño, geometría e intención (esto contaminó hasta a Kepler), los nacionalistas se inventan su Nación para que les cuadren sus melancolías, su patrimonio, sus conversaciones de casino y el bigote particular que se gastan. Buscamos un modelo de Estado, pero es un concepto equivocado porque cuando se piensa que la Nación es anterior y superior, el Estado no es nada. Habría que volver a la guerra de hechiceros para sintonizar con la mentalidad nacionalista. Es cuestión, pues, de modelos mentales, no de modelos de Estado. Y eso ya no entra en la política, sino en la psicología. Contra enfermedades del alma, el contrato social es poca medicina.

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