Los días persiguiéndose
Luis Miguel Fuentes

3 de febrero de 2005

El tabú

En las noches con rayos y depredadores, cuando el hombre comenzaba a ser hombre, la primera moral fue el tabú y el primer sacramento, el festín totémico. El colosal edificio de las religiones tiene su comienzo en estas cocinillas, y todavía hay quien se come los domingos el corazón panificado de un dios como el de un gran buey que pasta por las constelaciones. El tótem y el tabú, de los que también hablaba aquí hace poco José Antonio Gómez Marín. Y no es que Freud sea un tipo que no pasa de moda, sino que nos sigue viviendo dentro más un alma de cazador que de arcángel. Tabú es lo que hay que evitar porque enfada a los dioses, y que corresponde a los sacerdotes enumerar después de escudriñar las tormentas y las cosechas. Tótem es el emblema de la naturaleza, el animal o la montaña que nos protege, y cuyo espíritu, a veces, podía asimilarse mediante la ingestión del alimento sagrado o del mismo tótem en carne. Ahora tocamos átomos y galaxias con los dedos, pero esto pervive como perviven las hogueras. Somos madera vieja tallada por el mito, con un caparazón tecnológico que aún no llega a las profundidades del alma humana, presidida por el miedo como por un pez con un solo ojo.

En Guarromán, un párroco ha negado la comunión a un gay por tener pareja de hecho, pero intentar hacer una crítica moral de esto no tiene sentido como no la tiene sacarle una tabla de logaritmos al hechicero con cabeza de lobo que ha visto señales de sangre en el cielo. La comunión católica también es un festín totémico, con órgano o con guitarra. Y el pecado nefando, la homosexualidad, es otro tabú, y el tabú no tiene explicación moral porque está fuera o es anterior a la moral. No entendemos por qué los pitagóricos decían que había que abstenerse de las habas o de avivar el fuego con un cuchillo, o por qué la Biblia prohíbe hervir un cabritillo en la leche de su madre. Quizá eran metáforas de otra cosa que desconocemos. Los que intentamos medir las acciones morales según la libertad, la felicidad, la justicia, o por contra el daño o el sufrimiento que producen, no tenemos diccionario para enfrentarnos a esto.

Lo natural, lo innatural, estamos oyendo ahora mucho este argumento con respecto a la homosexualidad. Pero el hombre es poco o nada natural, o viviríamos desnudos en los árboles. Toda la historia del hombre no es sino una lucha contra lo natural, o más bien por superar lo natural. Ni el avión ni el calzado ni los antibióticos ni el arte ni la ciencia son naturales. Ni siquiera lo son la piedad o la defensa del débil, porque lo natural sería matarse a garrotazos y que ganara el más bruto. Cuando Benjamin Franklin inventó el pararrayos, le acusaron de ir contra Dios porque el rayo era un instrumento de la divinidad para castigar el pecado. Lao-Tse se opuso a los caminos, los puentes y los barcos porque no eran naturales. Esto lo recuerda Bertrand Russell, concluyendo que no ha habido progreso científico (ni moral) que no haya sido tachado de innatural por iglesias o santones. No hace falta mencionar el Batallón Sagrado de Tebas, ni la homosexualidad helenística o en la misma Iglesia. El tabú no se requiere más que a sí mismo. La Iglesia Católica tiene los suyos, son parte de su metalenguaje y de sus leyes de fuego. Se le puede dar la comunión a Pinochet, pero no a un gay con sus papeles. Tan inexplicable como lo de las habas. Tan humano como la crueldad o la hipocresía. Quien no quiera el tabú, que se aleje del hechicero.

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