Los días persiguiéndose
Luis Miguel Fuentes

30 de junio de 2005

Debate

Me gustan los debates en el Parlamento británico porque hacen como una taberna de mosqueteros y cuando se levantan allí para hablar no se sabe si van a cantar un himno o a arrojarle al de enfrente muy finamente un guante o la copa de vino. La vieja democracia británica podría ser el gran modelo si se le quitasen esos lores que van a la Cámara con sus perros y esa reina como de Lladró que parece que vive en una caja de bombones. Aquí no tenemos tradición de diálogo vivo o de duelos a pistola, sino que la costumbre nos dejó más bien la homilía del párroco y el señor que hace el pregón de las fiestas patronales rimando el río del lugar con la virgencita. Si acaso, aquí recordamos a Castelar o a Azaña, que quedan como profetas de la piedra y del verbo de algún tiempo anterior a las bodas de Cadmo y Harmonía. Un veterano guerrero de la Transición, político o periodista, no recuerdo, decía el otro día en la tele, y decía bien, que eso que llamamos debates son en realidad no más que “monólogos sucesivos”. Aquí, el político que sube al estrado va como a cantar su larga romanza y el que sigue le suele contestar con otra zarzuela diferente, y todo es un pesado trajinar de los candelabros de cada cual. No se gana por un golpe ni a primera sangre, sino por aburrimiento del personal o desfallecimiento de los traductores al lenguaje de signos, que parece que se están peleando con las moscas gordísimas del discurso del otro.

La política se devuelve mamporros en la calle y en los parlamentos se cruzan bostezos como de una cesta de gatos a otra. Un parlamento aquí es normalmente un bingo con todas las viejas durmiéndose, y sólo cuando hay eso que llaman debate se llena la plaza y se espera sangre, raza, movimiento, algo. Pero nos encontramos con los monólogos sucesivos, con sordos de verdad y a manotazos, con el guión de cada cual que ya nos conocemos, y uno nota demasiado tiempo y demasiados turnos para no decir nada, simulando que se desmenuzan los cajones de la autonomía y se sacan acericos de porcentajes, rosas o escorpiones. El debate sobre el estado de la Comunidad lo podría hacer entero la señorita del tiempo y no notaríamos diferencia. El mapa que nos ofrecen no ha cambiado desde la última glaciación y ni siquiera nos esperanza la brillantez en la palabra, porque nuestros políticos no pasan de llevarse las gafas a la nariz como hallazgo retórico, sus discursos parecen todos de Castro y lo que hay es un cansancio como de estar de pie aguantando una procesión. Ay, los discursos... Primero los jardines colgantes que nos describe Chaves, esa Andalucía que vuela con una velocidad que nos levanta el flequillo, referente de España, del mundo, cuerno de la abundancia, ese Cielo de los testigos de Jehová entre viña y ovni. Los discursos de Chaves suenan como hazañas de pescador de caña o de pirata tuerto. Después, Teófila, quizá con un cabreo como de limpiadora a la que le pisaron el suelo fregado, dándole la vuelta al cajón. Luego, a los demás ya no los atiende nadie, empiezan a barrer los bedeles y se llena el bar como en el Falla con las comparsas malas.

El debate sobre el estado de la Comunidad suena y agota como la lotería de Navidad o la vuelta ciclista. Mientras escribo oigo a Chaves cantar la pedrea de la Autonomía, Chaves con su reolina, Chaves con su organillo. Cuando la política aburre, casi no importa que dé asco. En el Parlamento de Londres, al menos uno no sabe si llegarán a volar los tomos de la Enciclopedia Británica sobre las pelucas.

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