Los días persiguiéndose
Luis Miguel Fuentes

21 de julio de 2005

La herencia del viento

Era mucho más fácil antes, cuando sólo había coronas y dioses legitimándose recíprocamente, como los dos grandes relojes dorados del mundo que se daban la hora el uno al otro. O sea, era mucho más fácil cuando no había ciudadanos, sino súbditos o penitentes que se contaban igual que fanegas o caza real. Ojeo las Mémoires pour l'année 1661, de Luis XIV, con quien comienza el gran dominio francés en Europa: “Saboya, gorbernada por mi tía, era muy favorable a mis intereses”; “el Gran Duque se aliaba de nuevo conmigo mediante el matrimonio de su hijo con una princesa de mi sangre”. Y es que los estados eran sus príncipes. Cada rincón de Europa olía a los orinales de una familia u otra. No había más. El Rey Sol no fue un producto de la peluquería, como creen algunos, sino de una muy preparada tradición. Todo era más fácil. ¿Qué era una nación? Unos cojones sentados y el veraneo de los parientes.

La revolución inglesa lo cambia todo, en la Petición de Derechos de 1628 ya se ven los principios del Estado moderno. Luego, ya sabemos: la americana, la francesa, aquella bella insolación que se llamó Ilustración. Cuando el Estado pasa a ser un contrato, y no una propiedad familiar, entonces, ¿qué es una nación?: sólo una gramática. Con la política ha pasado como con la matemática o con el derrumbe de la lógica aristotélica: Basta el sencillo postulado de que la matemática es sólo una gramática, metalenguaje, para que se caigan los apriorismos de Kant, la metafísica, la divinidad de los números y de los propios dioses. En cuanto alguien dijo que el Estado era sólo un contrato y a sospechar que las matemáticas eran sólo una sintaxis, ahí empezaron a pararse los dos relojes falsos que llevaban el mundo. Sólo el Romanticismo intentó volverlos a echar a andar, pero el Romanticismo se murió con sus rosas podridas hace mucho.

Se puede buscar el origen de las naciones en la Historia, pero para esto hace falta ser muy erudito a la vez que muy poco inteligente. Lo que nos enseña la Historia es que las naciones eran familias, y luego, sólo la voluntad reunida de los ciudadanos, con trapos más nuevos o viejos. Fuera de ahí, sólo hay mito. En realidad, cualquier fundamento histórico, racial, cultural que se le quiera buscar al Estado, que quizá es a lo que llaman nación, es eso, mito. Lo peor de los nacionalismos es que no han pasado de ahí. El otro error es que el Estado como contrato social vaya hacia abajo, hacia la tribu, en vez de hacia arriba, hacia la Humanidad. Todos los nacionalismos me parecen idiotas, incluido el español, por supuesto. Ahora están discutiendo sobre si una esquina de España u otra pueden ser nación, y se olvidan de que nación es cualquier cosa que los ciudadanos decidan que sea y que no puede ser de otra manera. Pero el problema está en cómo se reajusta eso en un marco de convivencia cada vez más amplio y globalizado. Los nacionalismos que tenemos en esta España vieja pero ni eterna ni indivisible son míticos y económicos. Claro que Cataluña puede ser una nación. Y Andalucía. Y toda Eurasia si se lo propusiera. No es esta la cuestión, sino a dónde nos lleva ir partiéndonos las piernas unos a otros empeñados en hacer naciones concéntricas hacia atrás, para el provecho de las élites locales. Sí, antes era más fácil, pero no más justo. Aun así, recuerden que quien turba su propia casa, heredará el viento.

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