Los días persiguiéndose
Luis Miguel Fuentes

28 de julio de 2005

Tecnología

La idea de progreso se nos ha reducido a la tecnología, que es como si del Cielo sólo quedara su caldera. Las máquinas son los enanitos que viven con nosotros, son los caballos que nos llevan a los planetas y son la brujería trabajando a través de cánulas. “Cualquier tecnología suficientemente avanzada es indistinguible de la magia”, dijo Arthur C. Clarke, el gran gurú. No dejaría de resultar curioso que el hombre buscara la tecnología para llegar a la magia, que fue el primer intento de dominar la Naturaleza. Si la ciencia es una nostalgia de la magia, decididamente somos una especie que mira hacia atrás, el mono desnudo de Desmond Morris encendiendo la hoguera o el pelo de la otra tribu con un láser. El progreso es una idea del positivismo y por tanto un optimismo que pone a la Humanidad subiendo en un teleférico. Pero uno no termina de decidir qué resulta más ingenuo o incluso ridículo, el positivismo o el pesimismo, que cuando se hace literario se llama nihilismo y es tan hermoso como inútil. Entre Comte y Cioran juega toda la humanidad al ajedrez, y seguramente se duerme. Tal como anda el mundo, uno preferiría la esperanza positivista aunque fuera como horizonte o como flecha, sobre todo porque es la esperanza lo que da osadía y audacia, mientras el pesimismo sólo da ganas de meterse en la cama echando todas las persianas. Pero cuando sube el Discovery como la última escoba de nuestro brujos y se nos mete en el bolsillo toda la tecnología con patitas, uno lamenta que del progreso se olvide su dimensión moral, y que la visión cientifista del mundo, como opuesta a la visión mítica, sea un objetivo en sí, y no un medio para que el hombre encuentre su libertad.

Mucha razón tenía el otro día la carta al director de unos profesores de Tecnología de Sevilla. Más importante que el I+D+I en las empresas, que parece una intención de pintar de iridio los despachos, piensa uno que es la educación, verdadero corazón del progreso real, si es eso a lo que aspiramos. La supresión de la clase de Tecnología es sólo una parte del problema porque las Humanidades, la Filosofía, la Historia, también les parece a los legisladores ocio de ateneístas y van a aflojarlas o a darlas en el patio. Es como si se hubieran liado a hachazos con los dos hemisferios del cerebro humano. Al final, sólo queda espacio para que se estudie Derecho o Empresariales, que es lo que da ciudadanos más elegantes y provechosos. Aquel ideal renacentista (o sea, clásico) del hombre de ciencias y de letras ha dejado paso a la cultura del broker, que no es ninguna de estas cosas sino el mercado persa de Ketelbey enchufado a Internet. Ahora que nace la Corporación Tecnológica Andaluza, que de momento sólo es la foto de un orfeón, y hablan de “transferencia de conocimiento tecnológico” y de “intersectorialidad de todos los sectores” (gran hallazgo éste); ahora que navegamos en la Segunda Modernización que, recordando lo que decía Schopenhauer de Dios, es como un hierro de madera y no nos trae más que enchufes floreados; ahora uno recordaría que la tecnología no debería ser el progreso, sino una consecuencia de él. Y que este progreso hay que empezarlo en esas escuelas con carpas que nos pone la Junta antes que reuniendo compañías telefónicas. La ciencia es la poesía de la verdad. La ética, que forma parte de nuestra evolución, un avance más importante que el desentrañamiento del genoma humano. Unamos las dos, verán cómo eso no sale en ninguno de los proyectos que nos traen los políticos.

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