Los días persiguiéndose
Luis Miguel Fuentes

11 de agosto de 2005

La fuerza

"Procurará ser siempre un pronóstico feliz para el afligido”, dice su Cartilla, su Credo, escrito quizá para un tiempo de caballos más nobles y hombres más salvajes. La Guardia Civil, tan española como una baraja, fue isabelona y fue facha, persiguió bandoleros y rojos, te daba dos hostias y te mandaba presentarse al otro día en el cuartelillo con el pelo bien cortado. Por los caminos de la España eternal, era como el taurinismo del orden. Una vez llegó a llamarse Guardia Nacional Republicana, han querido disolverla, han querido santificarla, la tratan de madre o de lobo, tiene leyenda como los aparecidos y los piratas. Hay quien pondría su tricornio en un museo junto al garrote vil. Su último malo fue Tejero, con la pistola en capilla y el bigote en aguardiente. Les quitaron el tricornio y el capote, que eran la sombra de campanario de toda España, y ahora, cuando hasta el Ejército es una ONG, vigila el tráfico, otea los incendios, persigue alijos, escolta procesiones. Pero en Almería les ha amanecido un muerto y es como si tras los ladrillos de los calabozos arañaran esqueletos de antiguos emparedados.

Desde que el duque de Ahumada recibió la misión de organizar el primer cuerpo nacional de seguridad pública español, la Benemérita ha padecido esa esquizofrenia de ser una institución de carácter, disciplina y musicalidad militares funcionando casi siempre bajo autoridad civil, y en ámbitos igualmente civiles. Yo nunca he entendido el sentido de un cuerpo militar ejerciendo de policía. Quizá la tradición nos ha traído la redundancia, y por eso entre la Benemérita y la Policía Nacional hay más pique que sincronía. Además, uno es de la opinión de que la santería de lo militar nunca encaja bien en el mundo civil. Son lenguajes, visiones, correajes distintos pensados para circunstancias distintas. Una guerra no es un atasco. Yo tuve una novia con familia en el Cuerpo y cuando entraba en la casa cuartel era como entrar en Covadonga. Demasiadas Pilaricas en las cómodas, demasiada atmósfera de misión sagrada, anterior o diferente a la simple función pública. Algunos creían que eran caballeros del Santo Grial y su autoridad les parecía venir, más que de la Ley, de aquella virgencita que por la noche parecía un coral luminoso.

Volvemos a tener un muerto en el cuartelillo, ahora cuando además el viejo debate sobre cómo debe ejercer un Estado de Derecho el monopolio de la violencia sube de temperatura. El inocente asesinado en Londres por la policía (no fue eso sino un asesinato) nos enfocó otra vez la falsa dicotomía entre libertad y seguridad, que a uno le parece no más que una trampa a la que recurren los que se ponen cachondos con la pipa en la mano. Para colmo, aquí se nos suma toda una leyenda negra. “Más valdría perdonar a veinte culpables, que sacrificar a un inocente”, dejó escrito Federico II de Prusia. Mal andamos cuando tenemos que recordar en democracia las máximas de los déspotas ilustrados. El uso de la fuerza legítima, y no más que en el grado necesario, es inseparable del Estado de Derecho. Pero si no se nos protege de sus abusos, regresaremos a la arbitrariedad de tantos cojones como tenemos aquí pasados por las africanías de la Patria y la Historia. En el cuartel de Roquetas nadie pudo simplemente ponerle unas esposas a ese pobre hombre. Había que darle una lección. Vaya país de chulos de bragueta y chulos de pistola, bendecidos por la tradición o por el tabernero.

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