Los días persiguiéndose
Luis Miguel Fuentes

20 de octubre de 2005

Yo, juez

Esta mañana, prefiero visitar a Asimov antes que a Epicuro para que me hable de la justicia. La justicia hay que entenderla desde la mecánica, como si fuera una caldera, antes que desde la ética, que en este feo mundo ya es sólo un hospital de conceptos. Por eso me voy a los robots de Asimov, que hablaban como fiscales eléctricos. De jóvenes, los fantasiosos aún nos dividíamos entre partidarios de Asimov y de Tolkien. Mucho mejor que todos los pajarracos y fantasmagorías de Tolkien, que a mí me parecieron siempre un wagnerianismo malo, era Asimov ofreciendo una cosmogonía más humana y brillante partiendo precisamente de lo no humano, del robot, al que Asimov transfería las contradicciones de la inteligencia y de la moral de nuestra especie.

Aun a riesgo de parecer friki, quiero remitirme a las historias de robots de Asimov, que son como diálogos entre el hombre y sus limitaciones sentimentales o lógicas, y relatar el primer encuentro del policía Lije Baley con el robot Daneel Olivaw, robot de apariencia perfectamente humana que se convertiría luego en compañero y amigo desde la diferencia/dualidad (¿otra vez Quijote y Sancho?). Baley duda al principio de que Daneel sea un robot precisamente porque le escucha referirse a la justicia, abstracción humanísima. Sin embargo, Daneel es capaz de definirla así: “La justicia es el estado que se produce cuando todas las leyes son obedecidas y respetadas”. Al preguntarle si son posibles leyes injustas, el robot replica que eso constituye “una contradicción lógica”. Rozamiento impecable por lo circular, razonamiento escalofriantemente mineral e inhumano. Baley quedó convencido de la naturaleza artificial de Daneel, igual que nosotros quedamos pasmados ante la evidencia de la justicia injusta, de los jueces que desbarran y de las leyes folclóricas.

Yo suelo decir que la prueba de que las leyes están mal hechas es que necesitan jueces. Mal hechas, o al menos pensadas para dejar sitio interesado a la ambigüedad. Ver a los severísimos miembros de un tribunal rococó dividirse entre una decisión y la completamente opuesta no hace que se fundan nuestros cerebros ni los suyos, como ocurriría con las mentes positrónicas de los robots de Asimov, sino que nos deja algo peor, algo parecido a la indefensión. La única esperanza que nos queda ante el error o la arbitrariedad es la multiplicidad o hasta la redundancia de las instancias jurídicas. O sea, que haya siempre un tribunal más alto o más lejos, más despegado del poder local o de la hoja de la parroquia. La justicia ya estaba herida fatalmente desde que los políticos se arrogaron el poder de meter a jueces amigos o afines en las mesas más redondas y elevadas de los tribunales y sus cancillerías. Eso de que Montesquieu murió es todavía más cierto que lo de Nietzsche con Dios. En todo el tamaño del estado, esta enfermedad se diluye algo, pero pensar que cada autonomía ponga el tablón de la justicia a la altura de sus narices es pavoroso. No hay aquí otro objetivo que el que la casta política del lugar haga un guiñol con los togados. Ya vemos sus declaraciones paralelas. Imaginen lo que podría ser en Andalucía una especie de Canal Sur dictando sentencias sin recurso posible. Los tribunales supremos autonómicos estancos y omnipotentes, con los jueces de nuestra “idiosincrasia”, según la estupidez de la consejera. La lógica de Olivaw nos llevaba a la inhumanidad de la justicia. Los intereses de los políticos, a su perversión. En cualquier caso, otra razón más para la amargura.

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