Los días persiguiéndose
Luis Miguel Fuentes

10 de noviembre de 2005

Hospitales

Adornar un hospital es como adornar una cárcel: deja una sensación de engaño o de sospecha, como si todo fuera a doler más de lo que uno piensa. Cuando el enfermero viene haciendo de payasito, es que seguramente trae las agujas más largas. Lo sé porque de niño estuve alguna vez en hospitales, que eran sitios de donde habían huido la alegría y los dioses como empujados por desinfectantes. Un niño en un hospital olvida la risa y tumba a todas la teologías, y contra eso no hay dibujos animados. En el hospital se encendía la luz y te llevaban como entre tentáculos a un dolor que era frío, a una máquina que era un vampiro, a una cocina donde te iban a cocinar a ti congelándote. Recuerdo el olor a vómito de la anestesia, el sonido terrorífico de los carritos, la angustia de la espera para el quirófano, que era como un fusilamiento que te tocaba a ti mientras otros desayunaban. Sí, yo ya estuve en hospitales con salas infantiles que tenían cervatillos pintados y hasta acuarios donde los peces parecían vivir en champán, donde los médicos te regalaban una mascarilla o tu apéndice como un gusanito en un tarro. Pero cuando a veces sueño con hospitales, lo que veo son los focos del quirófano, que eran como el ojo de un extraterrestre antes de comerte, y lo que siento es que me cortan en rodajas y que sucumbo a una tristeza de estar descalzo, punzado y sin madre.

Pintar un hospital como pintar una guerra, darles a los niños ceras y recortables, pero yo de niño lo que quería era salir de allí pronto, a un día como un domingo, a la calle como una verbena o un zoo con autobuses, y tener la barriga arreglada y los puntos sin saltarse, para no volver más, para olvidar la mole del hospital igual que una mansión embrujada, para quitarme la peste de los pijamas azules y de la enfermedad, que huele a acetona y a fregado. A uno le sorprende que los políticos, en la sanidad, empiecen con la decoración y los floreros. Tanto como que se presente como nueva promesa el troceamiento de otra promesa vieja. Las habitaciones individuales, que nadie te vea el culo ni te descubra ese miedo infundado a quedarte sin suero, a que te entre una burbuja hasta el corazón... No sé cuánto tiempo llevan vendiéndonos esto, creo que por lo menos cinco años, pero cuando llega resulta que viene dosificado por edades y con un mimo por delante. Pero antes o a la vez, uno preferiría un médico que no amaneciera dormido, que no cobrara como un peón, que no tuviera que operarte con abanico ni despacharte como un tendero con prisa; uno preferiría no morirse antes de que te llegue la radiografía, que funcionaran los teléfonos de cita previa, que ese nuevo programa informático con nombre de concursante de OT, el Diraya, no se quedara colgado ni te borrase la historia como un mal párrafo; uno preferiría que las urgencias no tuvieran ese ambiente de veterinario ni la atención primaria el de sacamuelas. Han empezado con ositos para los niños y luego a lo mejor cambian esa sopa que sólo sabía a cazo. Pero la sanidad pública supura carencias y cuando voy a mi médico de cabecera lo veo cansado, menesteroso e irónico como aquéllos de la serie M.A.S.H.

A mí no me consolaban los dibujitos de la sala infantil tanto como creer que me enamoraba de una enfermera dulce, que a uno le parecía un poco pecado, como enamorarse de un monja bonita. Me pellizcaban los cachetes y me regalaban jeringas, pero sigo evitando los hospitales como algunos evitan los cementerios.

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