Los días persiguiéndose
Luis Miguel Fuentes

16 de marzo de 2006

Dos años

Desde la mitad de la legislatura como desde un rompiente, los políticos han mirado el oleaje y han visto a sus muertos y a sus cofres comidos por los cangrejos: la legislatura del odio, en la que las dos Españas han vuelto a levantarse con muñones y migueletes. Los malos enterradores, los abuelos con la gusanera en el pecho, la España que es un galeón o que es una madeja, las viejas cosas por cobrarse, algo como un olor a madera podrida, a horca mojada, a la hoguera de los campamentos que no duermen. No sé qué dirá un día la Historia de esta pulsión de muerte, de autodestrucción, este volver a ser un país de enemigos como la única manera que tenemos de reconocernos. Quien decidió que todo esto merecía la pena por algo, una venganza, un pago o una restitución, se equivocó. La mayoría de las veces, los enemigos no son verdad, sino solamente útiles. Por eso la resistencia no puede consistir en alinearse con uno u otro bando, sino en negar que existan realmente estos bandos más que para la ambición y la gloria de muy pocos, ésos que nos quieren tener de tropa, ésos que quieren dividirnos carniceramente en mitades. Desde el ecuador de la legislatura como llegando a la punta de un continente, con el viento de la Historia haciendo saltar las lágrimas, los políticos vieron el triunfo o vieron el Apocalipsis, y todos se equivocaban.

Yo puedo tener mi opinión, pero en realidad eso no importa. Mi opinión puede ser que desde luego no fue el PSOE el que puso las bombas en los trenes. Y que el PP perdió las elecciones por su soberbia, y no por ninguna conjura. Y que los nacionalismos me dan todos mucho miedo. Y que España es lo que está en la Constitución ahora, aunque el día que decidamos que sea otra cosa, no lloraré desde luego por ninguna esencia rota o mancillada. Y que creo en el Estado como contrato, y no en las naciones como nostalgias. Y que el Estatuto andaluz es sólo una distracción seguidista de la política del “Gobierno amigo”, un bucolismo insignificante ante todos nuestros graves problemas. Y que existen desigualdades entre autonomías, pero no por unos nuevos estatutos comilones que salgan por el norte, sino por la dejadez de nuestra casta política en el sur. Y que los homosexuales pueden casarse, y que el Estado debe ser laico o si no habrá caído en la discriminación intelectual y en el condicionamiento de sus individuos libres. Sí, ésta es mi opinión. Como hay otras. Pero ninguna opinión debería dar para amontonar enemigos, para levantarse en armas, para odiar nada menos que a la otra mitad del país, para acusar de que nos matan o nos comen o nos violan, para llamar a las trincheras o a la orgía ante la llegada de algún fin del mundo o de un reino rojo de los Cielos. Contra el descontento, las urnas. Contra la infamia, la ley. Y nada hay tan sagrado que pase por encima de esto.

El día en que, simplemente, les demos a nuestra opiniones el peso de pajarito que tienen, sin que cada una tenga que llevar a un cisma, a una guerra, a una empalizada, ese día sí habremos avanzado. Mientras, nos lleva el odio como una catarata. Sólo han sido dos años, y parece que en este tiempo hayamos atravesado mil cementerios. Pero yo en ninguno encontré ni a mis enemigos, ni a mis guerrilleros, ni a mis salvadores. A los que les suceda lo mismo, les felicito. Ahí puede que esté la esperanza.



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