El Mundo Andalucía

Los días persiguiéndose
Luis Miguel Fuentes

22 de junio de 2006

El pacto del chamán

Los primeros encargos de los dioses fueron encender y apagar la Naturaleza y dirigir los ejércitos. La civilización comenzó cuando los hombres llenaron el cielo de espigas, carros y espadas por igual. Desde que el primer listo con un collar de dientes inventó la religión organizada para legitimar el poder terrenal y el poder terrenal le correspondió a su vez legitimando la religión organizada, los dioses y los generales, los sacerdotes y los reyes calzan las mismas sandalias y beben la misma copa. Los dioses siempre tienen las mejores razones para las sumisión y para la guerra, porque avisan de que si no hay sangre y oro por su papada, pueden caer los planetas sobre los sembrados. Todavía hoy, cuando a las pequeñas infantas vestidas de flor se las presenta ante Vírgenes y cardenales, están afirmando ese pacto: las manos de uno sostienen la cabeza del otro, el orden de la tierra y el orden de los cielos están unidos por una sola columna. Por eso se besan los anillos mutuamente y por eso no hemos dejado de ser tribu. Tribu tecnológica, pero tribu al fin y al cabo, donde las Vírgenes son un cofre de puñales, donde los crucifijos son el descanso de una vieja espada. A los soldados todavía se les promete el Valhala y a los que cierran y abren sus puertas se les confía la cuna de los príncipes, el alma forrada de los cuarteles, y se les da dinero público. Quid pro quo.

En el cuartel de la Guardia Civil de Almodóvar del Río, la patrona en un pasillo asusta a dos agentes, pero no más que lo que esos dos agentes asustan a los que viven en la escalera de caracol que comunica los palacios de la tierra con los del cielo. No es una dama que vigila, ni es la sirena que besa la frente de los que mueren por ella, sino otro símbolo del antiquísimo pacto de poder entre el chamán y el jefe, que todavía persiste a través de algo disfrazado como una madre o como un húsar. Patronos y patronas, para las ciudades y para los regimientos, para los funcionarios y las fiestas toreras, dioses protectores, santos con pistola, arcángeles con fajín, Vírgenes que parecen fragatas. Esto que tanto gusta y excita a los que piensan que ellos hacen la voluntad de los dioses o de la Patria, o que los dioses o la Patria hacen la suya; esos que quieren creer que todo el país es su domingo, que su sentimentalidad es la verdad más guapa para los frontispicios del Estado, cuando un Estado no puede tener verdad alguna. Todavía existe ese pacto, todavía lo defenderán sus múltiples usufructuarios. Saben que, en el inexorable declive de su religión, sólo su presencia impuesta en las plazas y en los escudos, en las grandes ceremonias con monarcas o en las verbenas con borrachos, podrá seguir manteniendo esa ilusión de que España está con ellos, de que España entera siente y cree así. Pero lo que quizá no saben es que todo el progreso, desde la filosofía a los Derechos Humanos, ha venido precedido de los zapatazos de los apóstatas, los librepensadores y los que iban contra el poder lloroso de las estatuas. Dos guardias civiles pueden empezar por pedir que quiten a la Virgen del Pilar como a una butaca y la cosa terminar desvistiendo toda su mentira. Eso es lo que temen, porque cuando se rompa ese pacto, dejaremos de ser tribu y empezaremos a ser un verdadero Estado, con ciudadanos de conciencia libre. Pero antes, llorarán mucho las Inmaculadas, sus sacerdotes, sus capitanes y sus monarquías, como falsos ahogados.



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