El Cínico

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18/07/99

Diseñadores y apocalipsis.

Diseñador es una de esas profesiones borrosas que nos ha dado la modernidad en el suspiro del fin de siglo, como la de relaciones públicas o la de creativo, todas etéreas, aladas y como muy chics, pero que nadie sabe muy bien qué diantres son en realidad. En el diseño hay que creer como creen las beatonas en la Santísima Trinidad: por una mezcla de recato, castidad y simetría.

El diseñador va de visionario más allá de la percepción cateta, de taumaturgo de geometrías y estéticas, y se saca de la manga, sin sobresalto, lo mismo unas cortinas que una lámpara que un traje de alambre que un gorro para Olano. Son objetos de los que sólo importa, en realidad, esa reverberación que llevan detrás, esa invocación de un nombre entre francés e italiano, entre chulo y mariquita, que es lo que impresiona. Es el diseño, como se ve, un arte exquisito y bujarrón que está en el reborde de la presciencia y de la magia, que tiene mucho de fervor esotérico y de contemplación de las bóvedas celestes. No es extraño, pues, que a Paco Rabanne, durante sus meditaciones, le viniera de refilón, entre una corbata de punto y una falda de vuelo transparentosa, la imagen apocalíptica de la Mir cayéndose desde las esferas aeronáuticas al verdor terreno de los Campos Elíseos.

Los franceses, que son muy suyos, como los de Jerez, quieren un fin del mundo particular y privado. No les basta con un fin del mundo del mundo, que es como son todos, y primero (o la vez, o después) quieren un fin del mundo de París, que es más romanticón y más de película. La Ciudad de la Luz requiere una escatología propia, fina, amanerada y, por supuesto, de diseño, y un tránsito de pasarela donde mueran primero, como heroínas del cine mudo, plásticas y rendidas, sus modelos anoréxicas, aniñadas y lánguidas.

Pero a Paco Rabanne le ha quedado poco glamuroso el augurio. Un fin de París con la chatarra de la Mir derritiendo la Torre Eiffel resulta poco original y hasta vulgar. Para pensar eso no hace falta ser diseñador ni nada, que todos sabemos que la Mir se cae de puro vieja, que tiene ordenadores de los que se arrancan con manivela y tendencia a pegarse coscorrones con los satélites, y que se deshace por los costurones deshilachados como aquella chaqueta recosida, negruzca y republicana que tenía un abuelo mío.

Yo recuerdo que de pequeño soñaba mucho con el fin del mundo, que es cosa que han investigado los psicólogos y que no sé (no quiero saber) si es señal de algún trauma. Pero mis finales del mundo, que quedaban como de verbena, con explosión de fuegos artificiales y cierta ternura, eran siempre cosmológicos, expresionistas y bellos. El trancazo de un cascajo chapucero y herrumbroso no cuadra en mis planes, me queda feo y cutre, incluso para una sola ciudad, y más bien veo que pega para viñeta final en algo de Mortadelo y Filemón, donde, igual que en todos los apocalipsis, nunca se muere sino de mentirijillas.

En esto del fin del mundo hay muchos gustos diferentes, y a lo mejor habría que elegirlo por votación. Yo creo que la gente votaría un fin del mundo ecológico y verde, que tuviera algo que ver con el efecto invernadero y el calentamiento global (eso que a muchos nos suena como muy morboso y cachondón). Sería un fin del mundo justiciero, merecido, bíblico, que también contentaría a los testigos de ese Jehová barbudo y con mala leche. Lo que fastidia, más que la manera, es la fecha. Un fin del mundo en este julio caluroso y lento se acoge con desgana o con indiferencia. Tanto que aquí estoy yo escribiendo, sin preocuparme mucho por si alguien llega o no a leer esto antes de que se abran los sellos y suenen las trompetas, como dice el Apocalipsis barroco y alucinado de Juan, ese pastillero del Nuevo Testamento.

Sea como fuere, yo me voy resignando, porque las señales del Último Día son inequívocas: Gil, nuestra Bestia, nuestro Anticristo fondón y grosero, haciendo pactos con los infieles; los hijos apóstatas vendiendo a sus padres en el PSOE; y, si me apuran, hasta ese toque luctuoso del ateo Lenin enterrado como cualquier hijo de vecino, último símbolo de la Guerra Fría que se echará de menos, como el precioso himno de la Unión Soviética.

Por pedir algo, yo pediría que este fin del mundo que toca ahora, como cada fin de milenio, me cogiera durante un fin de semana en un hotel tranquilito de la Sierra de Cádiz, con una buena amiga, bebiendo cubatas y fornifollando mucho (Umbral dixit). Es una manera de estar seguro de que, en todo caso, uno no estará en ese Cielo tontón con los elegidos, y que irá al Infierno de cabeza, lugar más divertido y con gente más interesante, sin duda. Aunque como Dios esté ocupado con algún recurso de amparo y, en un descuido cándido de los que tiene Él de tanto en tanto, delegue el Juicio Final en Pilar Ramírez, no sé yo...

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