El Cínico

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25/07/99

John-John o morirse en bonito.

Da gusto morirse en bonito. Uno muere en bonito cuando se eleva de la miseria triste de muerto y llega a fantasma, a héroe o a reliquia, o sea, cuando muere con calidad, porque hay muertes con calidad y sin calidad, como hay solomillo y mortadela. Un albañil que muere al caer de un andamio es una muerte sin calidad, una muerte de fiambrera, filete empanado y tortilla con cebolla, una muerte vulgarota y currela, que mira que hay que tener poca clase para caerse de un andamio, hombre. Qué diferente la muerte de John-John Kennedy, aventurera y guapa, ¡una cosa...! Pilotando su avioneta privada murió el tío, anda que se pegó un coscorrón yendo al tajo en la mobilete.

Morirse en bonito da mucho juego, porque entonces se pueden hacer ceremonias y homenajes que quedan muy bien como cabecera de los telediarios, algo como de desfile o de boda real a la inversa (las muertes se parecen mucho a las bodas porque excitan con el mismo vértigo de realidad lejana y deseo de que no nos coja a nosotros). Después de una muerte en bonito hay padrinos e invitados del muerto, fracs, vestidos exclusivos y pamelas, fotógrafos y recepciones, y, sobre todo, el pueblo llano y devoto que moquea presa de una congoja aparatosa y sincera, y pone flores en las tapias o en las verjas, porque una muerte en bonito requiere mucho ramo y mucha vela encendida y mucha lágrima, una comunión tierna de almas en corro como aquel anuncio de Coca-Cola con el árbol de Navidad. Cuando uno muere en bonito lo que menos importa es la muerte, sino que quede bien expuesta la tristeza pública, que es, en la aritmética de la popularidad, directamente proporcional a la grandeza del fenecimiento.

La muerte de este Kennedy ha sido muy americana y televisiva, como diseñada por una agencia de publicidad: trágica e inesperada, como la de los toreros, y además con su puntito de misterio. El misterio siempre es un ornamento de la muerte, por eso es la curiosidad lo que más arrastra a los velatorios: la necrofagia de las suposiciones y las intrigas nos proporciona un tipo morboso de consuelo o de venganza, y con los grandes apellidos, todavía más.

John-John era guapo, rico, famoso y rampante, o sea, Kennedy. Dicen que los Kennedy son el sucedáneo de Familia Real en un país donde en vez de reyes tienen magnates y en vez de aristócratas vendedores de coches. John-John era como un príncipe pero en más niñato, y nació con ese estigma heredado de futuro sin destino o de destino sin futuro que tienen los hijos de los apellidos que pesan tanto, como le pasó al pobre Antonio Flores, aquel débil Edipo de nuestra tragedia folclórica española.

Los Estados 'Juntitos' de América, tan dados al candor patriótico de la familia y de las pistolas, adoptaron a John Kennedy Jr. como retoño perpetuo desde aquel día en que, con tres añitos y vestido de huérfano, se cuadró en el funeral de su padre, horripilante gesto cursi y hortera que, por tanto, gustó mucho por allí, y desde entonces deambuló entre celebridades, tías buenas, jets privados y esos negocios fáciles que les salen a los niños ricos sin hacer nada, que la inercia del dinero crea esas cosas por su propio peso.

Aun con su aire de dandi algo pueril y mimado, era un Kennedy de empleo, y eso es lo mismo que decir un eterno heredero a presidente, que hacía soñar a muchos nostálgicos con la vuelta de la dinastía, algo así como la última esperanza de un carlismo americano. Pero los nostálgicos siempre sueñan con la vuelta de algo o de alguien que nunca vuelve, por eso el ser nostálgico es una condición o un galardón que jamás se pierde. John Kennedy Jr. ha muerto sin llegar más que a principito un poco despendolado y a guaperas de portada, aunque, eso sí, ha muerto en bonito y en pijo, en avioneta privada y con doble tirabuzón, como en una exhibición aérea del cuatro de Julio.

Todos los americanos lloran como al final de una telenovela, y es que a los príncipes, como a los hijos o a las heroínas de televisión, se les quiere porque sí, sin más razones ni más hechos. A los americanos se les caen los lagrimones entre la grasa de los perritos y maldicen la maldición de los Kennedy, algo que, como todo lo inevitable, siempre reconforta algo.

Pero no hay maldición. Es que ellos se mueren todos en bonito y eso siempre abulta más. Me pongo yo a contar las tragedias de mi barriada y lo de los Kennedy se queda en nada, anda que no. Pero es que por aquí se mueren todos de un feo...

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