El Cínico

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22/08/99

El hombre de Kansas

Adán y Eva vivían en un paraíso sin sexo y sin ciencia, en la felicidad oronda de la ignorancia y de la ingenuidad. Era el Paraíso Terrenal, por lo visto, un lugar castrante y tontón, como los programas infantiles de la tele pero con árboles frutales, una cosa como de reunión de scouts en una huerta valenciana por donde merodeaba Dios en babuchas, curándose la ciática y escuchando a toda la creación hacerle la pelota (la creación siempre es eso, un acto de vanidad). Este paraíso se estropeó, afortunadamente, por una manzana y una mujer, o sea, por la curiosidad y por la sensualidad. La curiosidad llevó después a la ciencia, y la sensualidad a disfrutar del sexo por placer y no por el deseo de la deidad de un coro más grande que le siguiera cantando las alabanzas y quitando las pelusas de la túnica.

De este paraíso original queda un trocito, imbatible, empecinado, instalado en los Estados ‘Juntitos’ de América, donde cuelga aquella manzana intacta, plastificada y con su código de barras. Allí se siguen poniendo hojas de parra en la entrepierna y en los ojos, para no ver ni sentir ni ser de carne. Es Estados Unidos un país donde se han castrado las mentes y los genitales de demasiada gente; por eso a Clinton lo expulsaron del paraíso de los decentes y ahora en Kansas borran de los libros de texto la evolución de las especies.

Así de fuerte: ni big bang ni evolución biológica ni selección natural. Dios montó el ‘kit’ del universo en seis días, como un Exin Castillos, y creó al primer hombre de un pegote de barro (de Kansas, naturalmente) una tarde que vio por la tele Bricomanía. Esto tendrán que contestar los escolares de la América profunda de los chicles, las escopetas y los pantalones con peto si no quieren que les den con la regla en la punta de los dedos estos venerables hombres de sanas costumbres y mentes angostas que han desempolvado la teocracia y el medievo sin ningún susto. Los fósiles los enterró Dios para probar nuestra fe, y el borboteo geológico y biológico de este planeta son una ilusión del Diablo que corrompe cerebros y espanta a las niñas enseñándoles su pito rojo y terminado en flecha.

Resulta hasta lógico. Estados Unidos, lo he dicho alguna vez, es un país de granjeros y de vendedores de coches que van todavía cada domingo a sus templos con los gorritos de "La casa de la pradera" encasquetados. Allí, donde la política es un mercadeo y la incultura el sello bochornoso de la familia media, las autoridades de Kansas se hacen pasar por una filial de Dios para seducir a los bien pensantes del fundamentalismo cristiano, esas buenas gentes que cantan sus salmos, donan dinero para reparar el techo de la iglesia y después invitan a todo el mundo a tarta de manzana en el porche de su casa, donde detrás, algo mosca, espera el pavo para el día de Acción de Gracias.

Todos los estadounidenses tienen aún algo de desembarcados del Mayflower, esa religiosidad superviviente e inmediata de los que se salvan de los naufragios. Sin historia, tienen sólo sus batallitas de independencia y de indios y, a falta de carreras de trotones, su identidad nacional se pinta en una carreta donde un señor con sotabarba, sombrero y mala leche, lee la Biblia a la familia en plan acojonante, mientras ruedan los matojos por la planicie. Los Estados Unidos viven en una suerte de tierra prometida, y por eso su Dios es un Yavé mosaico, antropomórfico, cabreado y nacional. A los guardianes de esta tierra que, como a los hebreos, les abrió el mar, poco les importa esa norma intocable de los países civilizados que dice que el Estado no puede imponer doctrinas religiosas y de conciencia. Son el Islam de occidente, el fanatismo puritano con industrias, misiles y gordos de hamburguesería. "In God we trust", dicen sus jueces, que en las películas son siempre mujeres o negros o las dos cosas.

En Kansas, ante nuestro asombro, renace el alma en pena del juicio Scopes, ese caso del Tennesse casi selvático de 1925 que inmortalizó "La herencia del viento", aquella película donde Spencer Tracy, cabal y rotundo, defendía a un profesor acusado de enseñar en la escuela pública la teoría evolucionista (hay otra versión posterior, con un Kirk Douglas que hace de fundamentalista desmelenado y genial). Sólo en Estados Unidos pueden pasar estas cosas espeluznantes, un país demasiado lleno de gente obtusa y reaccionaria, como la que, a principio de los años cuarenta, impidió que el insigne Bertrand Russell impartiera clases en la Universidad de Nueva York por sus ideas liberales y agnósticas.

Hay un hombre más primitivo que el de Atapuerca, y es el hombre de Kansas, prehomínido inquietante, eslabón perdido con cachiporra que, para colmo, ahora hace de gendarme del mundo. Es para echarse a temblar.

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