El Cínico

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10/10/99

Campaña

En las campañas electorales llega siempre un momento en que todo es un soleado domingo de parque. Ya se sabe que los árboles, los animales, los falsos ríos inventados y hasta las personas, todo en los parques parece siempre infantil, espontáneo y encantadoramente benigno, o sea, igual que los políticos en esas épocas. Los candidatos en campaña, que salen a la calle a recibir manos y salivazos, a besar niños y a visitar mercados, van de parque, a respirar la democracia en silvestre que es la flora de las marías en la compra y de los curritos a pie de tajo. Pero es una paz con carnicería por venir, como los comienzos de las películas de matanzas.

La campaña en Cataluña se está convirtiendo en una guerrilla urbana dominguera, en un asalto y un cuerpo a cuerpo al voto individual y sudado. Es una forma de hacer política de campo algo machadiana, con caminos empedrados que se abren apretón a apretón y sonrisa a sonrisa. Los atriles y las poses triunfantes espantan y alejan a la gente normal, que aprecia más que un candidato le lleve la bolsa de la compra que la bondad de las estrategias para combatir el paro. Por eso ellos suben a las colinas y bajan a las lonjas, y hablan con pastores, mensacas y amas de casa, para fundir el esoterismo de la política en una sola presencia, palpable, campechana y simplificada. Le preguntas a un pescador si pican, le das un golpecito en la espalda y has ganado su corazón, será ya incapaz de ponerte los cuernos con otras siglas. Ese día en casa, se comerán una trucha santificada por el candidato que bajó de los cielos grandilocuentes a llenarse los zapatos de barro y a resbalar en las piedras para hablar con papá. Es una política adaptada al chateo de taberna y a esa obnubilación que produce en los mortales el contacto con los dioses.

Pujol y Maragall, la verdad, están haciendo la calle (entiéndanme) con mucha maña, sin que se les note más que lo justo la hipocresía y el asquito de plebe. Saben que la cosa está apretada y que el desempate se tiene que hacer a pie de rúa, bajándose del caballo para pelear a mazazos por cada papeleta, de puerta en puerta, como los vendedores de enciclopedias. Por el voto de aquel charnego, de aquel inmigrado de ese sur en alpargatas, hasta Pujol es capaz de ponerse a hablar en castellano, dominando la repulsión con profesional desapego, igual que el forense se come una hamburguesa con panceta entre víscera y víscera del muerto. Para pedir, cualquier lengua es buena, hasta la del enemigo.

Con todo, quizá Maragall se desenvuelve mejor por los callejones, con ese compadreo suyo como de cartero del barrio que tiene tan bien entrenado. Pujol es más seco y no se desembaraza del aura algo acojonante de potentado que baja a pasearse por la nave de la fábrica o de suboficial de semana que viene a revisar los barracones. El pobre Alberto Fernández, yogurín candoroso, no hace la calle o la hace pero da igual, porque nadie lo conoce. Es sólo un nombre de ciclista que se mira en los carteles con cierto estupor fonético ajeno y mesetario. Al PP eso le tiene casi sin cuidado, que su suelo se mantiene bajo pero firme y está más preocupado por espantar el yuyu del PSOE ganando en Cataluña que por sus propios resultados. Por eso Arenas dice que "no hay problema lingüístico", y por eso Michavila nos suelta con toda la intención esa encuesta precocinada del CIS, y por eso Aznar, con cara de japonés en la Plaza de España de Sevilla, posa con Anelka y su camiseta blanca para que los catalanes sientan grima futbolera y voten a Pujol, que tiene algo de trasunto de Núñez. El fútbol gobierna la política y el pensamiento, ya ven. Hasta el afrancesamiento de ahora, lejos de filosofías e ilustración, se queda en ese chico apocado y triste que no mete goles de puro soso.

Estamos equivocando la política. Si la gente, después de todo, vota a quien le habla con más gracia al charcutero, no hacen falta programas ni ideologías ni zarandajas. Se pierde el tiempo con metafísicas, cuando basta con la fotogenia y el salero de los patios de vecinos. Nada, hay que ponerse a tirar penaltis o soltar "cojones" con desparpajo, que a los políticos, como a los aristócratas -que parecen entonces de Berlanga-, un taco de vez en cuando les otorga una humanidad más enternecedora y sanota.

Se podría adaptar aquella frase de Feuerbach y decir que las campañas son la condición infantil de la política. Ahí los tenemos, devueltos a una niñez falsa de fútbol en el recreo, de decir culotetapicha y de cruzar una ancianita al día para disimular el gamberro lleno de churretes que llevan dentro los niños/políticos. Y así nos ganan, que todos tenemos presente y tierna la infancia. Hasta González, que hace novillos en el Congreso para tirar piedras a los gorriones y decir picardías a los micrófonos. Angelitos...

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