El Cínico

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31/05/99

El militarismo de Aznar.

Aznar sigue, ya ven, en su empeño atlantista. Aznar quiere medallas y un huequito en la Pax Imperium americana a base de fardar con sus cuatro F-18 (fíjense, cuatro F-18, o sea, la rehostia de la modernidad, el alma misma de esa fuerza tan decidida, ultramarina y magnánima de los aliados). Aznar se fue a poner la pica en Flandes con ese disfraz nuevo, refulgente, de líder occidental, de Gran Capitán con plumaje en el casco y gloria de trincheras y bombardeos, que le regaló Clinton para su puesta de largo internacional, un disfraz que Yeltsin ya se encargó de pringarle de churretes y lamparones al ningunearlo. Pero a Aznar eso le da lo mismo: él se pone ese traje de comunión de la sangre y de las potencias y se siente grande, que es lo que les ocurre a demasiados hombres pequeños con las guerras. Todos los espíritus débiles sacan pecho y tuercen el gesto con la pistola al cinto, un poco como James Stewart en "El hombre que mató a Liberty Valance".

La grandeza de un país, debe ser cierto, va siempre con el número de cañones. El poder militar vale más que el nivel de rentas y de vida, que es sólo una apatía de estadísticas desangeladas, de números e índices que sólo tienen que ver con los lavavajillas que se venden en el supermercado y con la cantidad media de yogures que compra una familia, o sea, mariconadas. Un país decentemente occidental lo que tiene es que ser capaz de acojonar cuando se encarte, exhibiendo mucho misil y mucho cazabombardero. Entonces sí, los presidentes de gobierno pueden hablar con soltura y confianza en sus reuniones, poniendo, convenientemente empaquetados y escurridos, los muertos o sus sombras sobre la mesa, al lado de la botella de agua mineral y del portafolios.

Aznar, que no puede hacer eso, juega a poder hacerlo, y es lo que da risa, una risa que queda rara, una cosa a la vez cómica y triste, como algunas películas de Chaplin. Aznar no puede pero quiere. Se le nota la mano derecha del guante de hierro y del gatillo, de las cosas por cojones, que le pesa con una gravedad histórica, legendaria e indeleble, esa mano derecha encallecida que, por falta de mano izquierda, ahora gusta incluso a ese pastiche de la "tercera vía", a Blair y al PSOE y a toda la socialdemocracia light del fin del milenio. Aznar quiere conseguir las palmaditas de los mandamases del mundo y un chute de autoestima, y para eso presume de sus escasos tiritos, y da lustre al Ejército español, pobretón y mohoso con su Legión y su cabra, y llama a novedades a Serra, ese suboficial de semana que nos ha tocado.

Eduardo Serra es el primer ministro de defensa en mucho tiempo que luce muertos en la solapa con tanto orgullo y donaire, como de chulapo con clavel y media sonrisa. Es para pensárselo. Hasta ahora, los asuntos del Ministerio de Defensa se quedaban en cosas domésticas y algo vulgares: las peleas contra los insumisos, esa cosa de recolocar muebles del Plan Norte y los sueldos de los sargentos chusqueros; si acaso, lo de ir de buenos a besar niños a Bosnia. Pero ahora estamos haciendo una guerra, a lo cutre, con nuestros cuatro avioncitos y nuestras cuatro escopetitas, pero una guerra, que Aznar defiende y alienta, y seguramente no por justicia ni por solidaridad, sino por ese empuje de rabia y despecho de los bajitos.

Y es que el PP no puede evitar que se le escape de vez en cuando por los hilvanes ese rastro de autoritarismo que le queda tan feo y tan propio. Le ha pasado hasta con la sentencia de las escuchas del Cesid. Cuando Eduardo Serra manifestó su apoyo a los condenados, Aznar tuvo que llamarle al orden y la declaración fue reconvertida y matizada, con esa benignidad que siempre le dan los políticos a sus meteduras de pata. Pero llegó a asomar, tremenda, peluda, esa Seguridad del Estado tentada por el reverso tenebroso que es la impunidad, esa Seguridad del Estado falsa y tétrica de los GAL. (También el otro Serra, Narciso, nos regaló la lindeza de decir que la sentencia es injusta, que equipara al traidor con el patriota, y se nos volvieron a poner los pelos de punta al sentir de nuevo el aliento del monstruo, viscoso y casi inmortal como aquél de Alien.)

Después de tanta leche militarista y autoritaria, esperemos que Aznar no se entusiasme jugando a los barquitos y que no le dé por utilizar esta locura de guerra para abrir un debate sobre el aumento de los gastos de defensa. "Es por el bien de España", dirá, pero sabremos que en realidad lo que quiere es poder contarles batallitas de tú a tú a sus colegas atlantes, y, por supuesto, refregárselo por las narices a Yeltsin. Es que lo del otro día le jodió mucho.

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