LA TRAMPA DE ULISES

Luis M. Fuentes

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23/08/99

Rocío Jurado

A las folclóricas se las quiere como a la Virgen del Rocío, en tromba y en comunión mística, con lagrimones y el corazón encogío, pero en más terrenal. Y es que su oficio tiene algo de heroísmo proletario, de triunfo o venganza del pueblo. La folclórica es la mujer corriente sublimada. No es una niña bien, no es un señoritona de aristocracias y linajes, es una mujer que sale del barrio con delantal y una coplilla en los labios, como una criadita, y que un día se planta en el mundo de los ricos y los famosos con los brazos en jarra y frescura de plazoleta, casapuerta y geranios. La folclórica es una muchacha que se puso a cantar porque no podía ser torero.

Rocío Jurado es una mujer imponente, leona y tormentosa, un torrente avasallador de voz y cuerpo, que fue un día una sobrinita nuestra que se marchó con el hatillo a cantar porque le rebosaba del alma el arte. Por eso, en el Pemán no había público, había una reunión de convecinos y paisanos y padrinos que iban a ver a una mujer en la que veían una niña llena de churretes correteando por las calles de Chipiona o formando el barullo en los saraos que organizaba su padre. El escenario no les separaba, estaban con ella en corrillo, le hablaban de tú y ella les contestaba como si estuvieran en la cola del pan, y todos gritaban "Rocío es cojonuda, como Rocío no hay ninguna", igual que en una despedida de soltero.

Cuando Rocío Jurado se mete en la jondura, que es lo suyo, que por eso se la llevó Manolo Caracol, hasta a mí, que soy un absoluto ignorante del flamenco, se me pone el vello de punta. Pero a Rocío Jurado la afean los moldeados, la guardarropía y esa cosa pachanguera de la "canción ligera", que la convierten en un revoltillo de encajes, vaporosidades, rosas en la boca y horteradas de violines. A Rocío Jurado, que le pongan una silla y una guitarra al lado, y que tiemble el mundo. Entonces es ella. Pero con las canciones de Manuel Alejandro y así, Rocío se vuelve un sucedáneo hueco de satén, transparencias y sensualidad otoñal, una cosa artificial, histriónica y (con pena lo digo) casi vulgar. Pero su público se le rinde y se hace cómplice, y le perdona esas faltillas de amaneramiento que son tan suyas, como también se las perdonamos los demás por un solo fandango.

Rocío Jurado celebró en el Pemán sus bodas de plata con Cádiz, y es que está ya en la época en que se pone espesito el caldo de los homenajes. Allí se empachó de abrazos, besos, llantina en familia y ese vínculo tierno, hondo y público que dan la camaradería artística y el cariño algo palurdo de una gente que te quiere regalar jamones. Hasta doña Teo, que es sosa y poco flamenca, le va a poner una calle (a los famosos les viste más una calle que una placa conmemorativa). Fue un homenaje con simbolismo, relicario y catetadas. A Rocío la presentaron como "la maravilla que parió Cádiz pal mundo entero" (las alegorías reproductoras son muy comunes en las culturas agrícolas) y le subieron una tarta de La Gloria con un rebujito del Santuario de Regla, el Faro, la Catedral y la Caleta, que parecía aquello la letra de un tanguillo hecho a medio camino entre Cádiz y Chipiona. El pueblo quiere al pueblo, y las folclóricas son pueblo aunque con orquesta detrás y portadas en el "Hola!". Por eso se le ofrecen sus símbolos con merengue o con flores, aunque a mí se me aparezca con estas cosas uno de mis demonios, el del chovinismo etnocentrista, que de vez en cuando me cornea y me produce acidez de estómago.

Pero éstas, al fin y al cabo, son pelusillas que no son capaces de oscurecer el arte que tiene esta mujer. Además, si la Jurado se comportara en el escenario como Barbara Hendricks, perdería toda la gracia. Eso sí: si cambiara los modelitos, ganaría seguro.

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