LA BAHIA DEL MAMONEO (BAHIA DE CADIZ)

LA TRAMPA DE ULISES


Astilleros

Los Astilleros son la minería de Cádiz. En Asturias, donde tienen minería de verdad, venían los padres con los churretes y la silicosis y llenaban la casa con una brea de hollín y miseria que era toda su herencia. Los chiquillos crecían con la mina en el horizonte y en las gachas, y con los pelillos del sobaco ya les nacía un pico en el costado para el trabajo antiguo, gremial y allegado. El abuelo fue picador, allá en la mina, y lo siguieron el padre y el hijo, con esa docilidad generacional que tienen los oficios de los pobres. A ver cómo se sanea, cómo se reconvierte la minería sin descuajarle al pueblo esas raíces que vienen de sus muertos, a un pueblo que no conoce otra cosa más que ese universo de gusano de los pozos y las galerías.

Los Astilleros son la minería de Cádiz. Los Astilleros son la foto del abuelo y del padre, la sangre y el guiso de generaciones enteras, la evocación y hasta el paisaje: otra Caleta pero con planchas de hierro y arquitecturas de esqueleto, perfil de cementerio marino inverso en que chisporrotean los atardeceres de la Bahía. Los Astilleros son esa vereda por la que bajó la gente a trabajarse el alma de un pueblo entero.

Dicen ahora los que entienden de esos menesteres que a los Astilleros se les han quebrado las entrañas y ya no se sostienen sobre sus subvenciones y su historia. Los astilleros, las minas, son las últimas fajinas del franquismo, factorías-monumento que recogen a ciudades enteras, y cuando se vienen abajo, que dicen que se tienen que venir abajo porque las hicieron malamente, con los cimientos aguados, arrastran a toda su progenie hacia una hondura procelosa de penuria, hacia una sima oscura en una vorágine espumante y marítima de inevitabilidad. Los pusieron a vivir a la sombra de una pirámide de cartón o de una catedral de dioses falsos, y ahora a ver quién arregla esto, a ver qué se hace con las familias y con la memoria de tanta gente que se echa a la calle con toda su legión de ancestros a las espaldas, a reivindicar la prodigalidad de sus recuerdos.

Salen los trabajadores de Astilleros a hacer su guerrilla metalúrgica en los puentes, a desahogarse con las barricadas y las piedras, piedras del pan duro que se dejan en la fiambrera. Quieren su trabajo de siempre. Quieren su trabajo de siempre que no da para su trabajo de siempre. Protestan y maldicen al gobierno, a los dioses, al Hado cruel, como podrían hacer también los opositores que se quedan sin plaza y los escritores a los que no les publican las novelas, los parados del campo y los contables de tinta china que no saben manejar Internet. La culpa -alguien tiene que tener la culpa- la pintan en unos monigotes de trapo, cándida venganza de guiñol. ¿Cómo se les dice ahora que la ruina venía ya en los papeles primeros, que todo era un timo, que les han estado pagando con dinero del monopoli y sólo era cuestión de tiempo que saliera a flote la verdad, como una basurilla escondida en el subsuelo? ¿Cómo se le dice eso ahora al padre que ve estremecerse la cabañuela que creía un baluarte para toda la vida?

Los Astilleros nos duelen con un dolor de herida mal cerrada, un dolor antiguo de enfermedad crónica y supurante. La gente protesta por el lado salvaje, como han hecho en el puente, o con la gracia milenaria de Cádiz, sacando una chirigota, que hace más daño. Su protesta (nuestra protesta) es la de siempre, la de tantos siglos, la protesta romántica de los débiles contra la fatalidad de las cosas, que tiene la mala costumbre de no darse nunca por aludida. Pero ese dolor antiguo se hunde tanto que no se cura ni con subvenciones ni limosnas, morfina que abotarga y acomoda, transfusión que, al fin y al cabo, sale siempre de otra vena que también se seca. El dolor viene de tan dentro que puede que termine, simplemente, por matar.

 

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