EL ESPECTRÓGRAFO DE MIRADAS

Luis M. Fuentes

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15/05/99

Las motos y los carajotes.

"Ya se van los moteros... con tós sus mulas", oigo decir por ahí. Sí, por fin se han largado, dejando un rastro requemado de aceite, estruendo y risotadas, de esta Sanlúcar brevemente invadida, aunque menos que otras veces. Nuestra ciudad, de nuevo, ha sido hospitalaria y hosteleramente práctica y permeable, y ha abierto sus puertas, ha planeado ofertas de cubatas y ha subido los precios de los pisos de alquiler para aprovechar esta baraúnda o hueste montaraz, como aquellos vaqueros greñudos y bastos de las películas del oeste que bajaban a los pueblos una vez a la semana para montar bronca, irse de putas y beber hasta caerse en redondo. Nos ha faltado quizás (falta de previsión del Ayuntamiento) conminar a nuestras mujeres a que se vistieran la minifalda, a que fueran a poner cachondos a estos nuevos hunos, a que se dejaran invitar a muchas copas y llevar a hoteles, que es por el pueblo y por nuestra economía maltrecha, que ya se sabe que somos turísticos y esas cosas.

Los moteros son una especie de llaneros reconvertidos o modernizados, pamperos, esteparios y garañones, que tienen la moto como prolongación o sustitutivo de su polla, y se dedican, ya ven, en una especie de catarsis de exhibicionismo onanista, a hacer el imbécil por las calles y por los bares, como adolescentes fardones de sus trajes estratosféricos de cuero y cremalleras y de su montura brutal, guerrera, rugiente y muy de macho. Su visión, su silueta peliculera astillando el perfil del horizonte, nos retorna a lo medieval, al caballero, al jinete tocado de virtudes iniciáticas, separado del resto de los mortales por la diferencia invencible de su cabalgadura. Como los caballeros medievales, fíjense, no les falta ni la dama, la parienta/ligue/accesorio de adorno, tan importante como un carenado molón. Una tía despampanante a la grupa resalta su poderío y su virilidad, como les pasaba a los bandoleros. Da cierta pena pensar en estas santas mujeres, resignadas a aguantar esas reuniones monotemáticas que hace él con los amigotes de la peña para ver revistas cien por cien moteras y rugir de sus hazañas y sus velocidades punta como quien habla de los polvos que echa seguidos, mientras la pobre charla con las amigas de las cosas propias de la mujer reducida a paquete. Pero son cosas que hay que sobrellevar con paciencia sumisa, doméstica y digna, como las primeras damas de los jefes de gobierno.

Esencialmente gregarios, los moteros viven de concentraciones, rutas y autocontemplación comunal, y sólo cobran sentido en legión, en oleadas invasoras, como un ejército fanfarrón y facineroso a la conquista de ciudades, entrando a saco en la paz peatonal, sosegada y civilizada de las gentes normales. Su botín es el pasmo y la repulsión que causan en el resto de los humanos sus maneras infantiles, tan risibles como presumir de cicatrices o de musculitos, o incluso peor, porque, al fin y al cabo, tener una moto no tiene más mérito que comprarla y, claro, sobrevivir un tiempo prudencial antes de desperdigar los sesos contra el asfalto de cualquier curva. Su farde es pues, sencillamente, el mismo farde hortera del que quiere impresionar con el chalé o con el todoterreno, o sea, con el dinero, o sea, el farde del gilipollas.

No se puede negar que los moteros, en fin, tienen un talento especial para resultar ridículos. Me da pena por los moteros buenos, que los hay y conozco algunos, esos que aman no una moto fálica o totémica, sino una moto más artística o espiritual, con algo de libertaria o jipi, esos que la cogen y tiran millas y se encajan donde sea por puro placer de independencia o soledad, sin necesitar concentraciones domingueras ni hacer el caballito por las calles más concurridas ni dar gas con la moto parada para que toda la manzana haga cálculos sobre su cilindrada, que hay que ser carajote para eso. Los demás nos quejamos y nos indignamos de sus pamplinas y de la forma en que toman las ciudades, que convierten, no en reposo, sino en desmadre, estos nuevos guerreros de armaduras de cuero y correajes, yelmos acristalados y payasadas sin fin, pero en el fondo nos gusta verlos: nos reconforta no ser como ellos, que ya es bastante. Cosas como esa o como darnos cuenta de que no parecernos en nada al tío ese del bazar Guardi son las que nos hacen sentirnos bien con nosotros mismos, ¿verdad?

 

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