Crónicas y otros atrevimientos
Luis Miguel Fuentes

 11 de noviembre de 2003

JUICIO POR EL 'CASO HOLGADO' (V)
Elegir al mentiroso

La Yoli, la niña, que en las cintas quedaba como el ángel exangüe y con la cara sucia que guardaba todos los secretos, apareció con traje de chaqueta, pulcrísima, secretarial, después de haber dejado su pasado por arcones o pozas olvidadas. Yolanda está limpia de drogas, alejada de la prostitución, casi eucarística con familia e hijo, aunque le acompaña una esquizofrenia paranoide que acreditó con papeles e histerismo, una esquizofrenia que es como el demonio de todo lo ocurrido o de todo lo no ocurrido que se le ha quedado agarrado por dentro. “La niña lo sabe todo”, decían las cintas, pero lo que dijo ayer, llorando hasta hacer interrumpir la vista, fue precisamente que no sabía nada, que no vio nada, que la dejaran en paz. Fue una negación compulsiva, sistemática, violenta, ciega. Salvo una frase grabada que inculpaba lateralmente y a través de un tercero a Dominguín, lo negó todo, que estuvo o que fue, que vio o que oyó, caía en sinsentidos y contradicciones y parecía responder a manotazos. Llegó a decir que nunca habló con Paco Holgado y luego que le ofreció dinero, llegó a decir no que había mentido en sus anteriores declaraciones, sino que nunca las había pronunciado: las cuatro, y aun dos careos con los acusados, en que había contado, firmado y ratificado, ante la policía o ante el juez, la historia de la fumata previa, del palo en la gasolinera, de la sangre y el tabaco que trajeron, con gran profusión de detalles macabros, cercanísimos y sucios. Si en el primer juicio dijo no recordar nada, ayer aseguró que la policía le había obligado a decir aquello, que incluso la habían torturado. Pero más que sus mentiras o verdades sobrevenidas, la impresión de daba Yolanda, frágil y triste como pueden estar los seres a medio redimir, era que quería escapar, desparecer de allí, como si el techo de la sala se le fuera a caer encima de un momento a otro o estuviera la tarima llena de arañas. Yolanda movía una pierna nerviosamente, se tocaba el pelo, le venían de vez en cuando unos gritos de desesperación, juraba por su hijo que es una inocencia rubia. Se le notaba, reverberando en la voz y el talle, un miedo atroz, pero faltaba saber a qué o a quién.

Ahora, la cosa parece resumirse en elegir a un mentiroso. Las pruebas se han ido ensuciando, fosilizando o perdiendo, y sólo quedan esas voces chocando y desdiciéndose, esas declaraciones de muertos (dos se leyeron ayer) o medio muertos que ya no se saben si mienten entre verdades o dicen verdades entre mentiras. Yolanda afirmaba vehemente que toda la película de aquella noche se la dictaron, obligada o torturada en la comisaría que ella describía como una mazmorra con policías igual que cobras. O miente Yolanda, amenazada por los acusados o porque teme ser implicada, o miente la policía, que hizo una investigación torpe y se comportó en la escena del crimen como unos fregasuelos. Pero Yolanda nunca había denunciado antes esas supuestas torturas. Y otros testimonios en piedra, como el de Juan A. Sánchez Vargas “Sandokán”, ya fallecido, siguen narrando la otra versión con la historia minuciosa de cada puñalada y las amenazas de Asencio a la niña o a él mismo. Cuando un policía detallaba al juez cómo la primera vez, en la calle, Yolanda contó toda la cronología pavorosa de aquella noche, Asencio, muy nervioso ayer igual que Domingo, dejó oír en toda la sala una amenaza: “Te voy a mandá poco lejos yo...”. Yoli, la niña, parecía atrapada y rodeada de abismos; desesperada, pero no por ello sincera. Pero todo en este juicio sigue siendo una recopilación de impresiones, adivinamientos y miradas por el rabillo del ojo o por las casapuertas. ¿Alguien se atreve a elegir al mentiroso?

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