EL ESPECTRÓGRAFO DE MIRADAS

Luis M. Fuentes


ABRIL 1998

La neurosis de la izquierda radical 25/04/98 Americanos, sexo y política 11/04/98
"El callejón" 18/04/98 La saeta, el de protocolo y el tonto 4/04/98

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25/04/98

La neurosis de la izquierda radical.

Marx predijo que el capitalismo, enfermo de un cáncer roedor y genético, acabaría autodestruyéndose, digiriéndose a sí mismo en un colmo grotesco de endofagia. Pero su visión estaba demasiado influida (y es comprensible) por la terrible crueldad del sistema industrial que conoció en su tiempo. Marx se equivocó, sobrevaloró algunos factores y restó importancia a otros: el capitalismo no se derrumbó. Sin embargo, el marxismo sí ha fracasado ridículamente en el mundo, aunque, es cierto, no podemos decir que sea por culpa sólo de las ideas de Marx. Personalmente, el marxismo siempre me ha parecido indefendible y chocante. Pretende un estado de igualdad, pero esto, curiosamente, sólo se puede alcanzar después de una larga (o perpetua) tiranía de una clase dominante. Pero ni siquiera así se logra ese objetivo, porque, inevitablemente, en una dictadura (la naturaleza humana es así), siempre se acaba sometido a la arbitrariedad del "líder" o del "héroe" de turno, ganador en la lucha por el poder y guardián sin contestación de la ortodoxia ideológica. Los más cercanos a este líder, al poder de decidir esta ortodoxia, al organigrama burocrático del funcionariado, terminan así constituyendo una clase dirigente inamovible que evidentemente trata de perpetuar sus privilegios, quitando de en medio, con la cárcel o el gatillo, a cuantos disidentes u opositores haga falta. El sistema, pues, no llega nunca a la igualdad, y el marxismo acaba así en una forma más de despotismo, quizás más deplorable por insincera, y poco diferente del fascismo.

La acracia es la otra ideología insignia de la izquierda radical. El anarquismo es simplemente irrealizable, por lo menos universalmente: supondría la vuelta al estado de naturaleza, a la edad de las cavernas. Su doctrina tiene, como el marxismo en otra medida, el fallo de la homogeneidad, de no contar con la inevitable y estadística variedad en actitudes y pensamientos de los seres humanos, y eso es ignorar a la naturaleza. Su utopía es algo sin relieve, una planicie de ideas y de comportamientos.

Hoy quedan pocos marxistas o anarquistas de verdad (pasa algo así como con los cristianos). Lo que abunda más en este mundillo de la pseudoizquierda radical o desmelenada es lo que yo llamo el rebelde neurótico. No termina de ser marxista ni anarquista, pero comparte sus discursos, sus ídolos y sus símbolos. Perdidos en un pastiche de ideologías y de sectarismos, no tienen ideas que aportar ni verdaderas proposiciones que hacer; les basta con la chupa de cuero, el porrito, la camiseta del "Che" y el despotricar de su "demonio" particular, el "sistema", malvado y opresor, al que tampoco son capaces de definir en concreto, aunque se deduce: el "sistema" es todo lo que se sale de su círculo. Les gusta protestar, patalear y ponerse ciegos en cualquier manifestación o bullanga que pueda servir para joder a ese "sistema" que tanto odian, pero eso es todo. Les corroe una paranoia persecutoria, una obcecación enfermiza que les hace ver enemigos por cualquier sitio: el policía, el diputado, el militar, el comerciante, la televisión. Todo fuera de ellos está corrompido, manipulado. Todos, todos sin excepción salvo ellos, son fachas y cómplices del "sistema", y cualquier cosa que les pase está merecida, incluso si saltan por los aires o acaban con un tiro en la cabeza. Si trabajas en una oficina, si vistes una americana, si no te dedicas, en fin, a hacer florecillas de papel o pulseras de cuero en los parques, eres un asqueroso compinche del capitalismo asesino y tirano, y, por tanto, tan asesino y tirano como él. Esto sólo se puede calificar de neurosis obsesiva, y sería, además, una ridiculez de chiste si no fuera por lo brutal y simiesco de este pensamiento.

La evolución política y económica en nuestro planeta no admite vuelta atrás, igual que no hay vuelta atrás cultural posible desde el Renacimiento. La democracia al estilo occidental, el sistema heredado de las ideas de Locke o Bentham, del liberalismo en fin, ha demostrado ser el mejor (o el menos malo) de todos los sistemas. No es perfecto, hay mucho que hacer y que cambiar, desde izquierdas, centros o derechas (desde derechas menos), pero, desde luego, esa actitud ridículamente guerrillera, exterminadora, decimonónica, de fanática y descerebrada jihad anticapitalista, que exhiben algunos de estos revolucionarios de pacotilla, no es el camino para mejorar nada, ni lo que pasa en España ni en Chiapas ni en África. Así sólo dan risa. Nada en el mundo va a progresar aplaudiendo actitudes como las de Herri Batasuna o Jarrai, sí, a pesar de que den por el culo a ese "sistema" demonizado. Lo que les hace falta a estos integristas (en "El Topo" tenemos algun@s) es leer menos el Eguin y más filosofía y más ética, a ver si se les desatrancan las neuronas. Aunque puede que lo más eficaz fuera una lobotomía.

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18/04/98

"El Callejón".

Para Felipe.

 

(...) las últimas monedas que el jugador recuenta;

el beso libertino de Adelina la flaca;

los sones de una música calina y enervante,

como el grito lejano del humano dolor,

 

todo eso no vale, oh botella profunda,

el penetrante bálsamo que en tu fecunda panza

guarda el alma alterada del poeta piadoso.

Charles Baudelaire

 

Algunos bares toman a veces, para los solitarios o los fugitivos, una presencia entrañable y hogareña, como la que tienen para otros las chimeneas o las barbacoas en el jardín. Más que bares se convierten en bálsamos, ayudas, medicinas, refugios. Su atmósfera tibia ofrece entonces, en esas horas extraviadas de la noche en que se pierden las esperanzas, las metas, e incluso hasta la cordura, una especie de consuelo mutuo de soledad, un hermanamiento sincero, sin condiciones y sin explicaciones, entre nuestra derrota y su melancolía amigable de humo y sudor denso de madrugada, algo así como el sosiego tierno e indiscriminado que regalan las meretrices demasiado sensibles o nostálgicas.

"El Callejón" estaba el domingo casi vacío, resacoso de bullicio, de los ejércitos de adolescentes y forasteros, de eso que llaman "ambiente", eso que, más que aglomeración de personas, es un acopio de deseos, esperanzas y soledades, condensadas con la humedad de la noche en una promiscuidad de cuerpos y en un murmullo comunal, compartido, como de enjambre o de fábrica. Pero el domingo, cuando llegué, sólo había tres personas en el bar. Su luz más amplia, más ordenada, rezumaba una anhelada sensación de placidez, como si las mismas paredes o el suelo o las botellas matemáticamente alineadas agradecieran con una imagen más brillante, más despejada, ese descanso suyo también, esa serenidad ensimismada que tienen las cosas sometidas a la quietud. La decoración, algo aleatoria pero con un innegable carácter propio, impactante, me pareció súbitamente más vivaz, y la música, que sonaba con cierta añoranza sepia de otros años, hizo que me decidiera a quedarme.

Sí, y allí estábamos, el bar entero para cuatro personas: el dueño, dos jovencitas, y yo, que me uní a ellos con cierta timidez, como si entrara en la salita de estar de alguien y no en un lugar público. El dueño ejercía su sacerdocio con una soltura profesional más aliviada, con más ganas o más alegría, ante la escasa clientela. Se llama Felipe y me dio la impresión de ser un tío cojonudo y sobre todo competente. Felipe mira con cierto desencanto desde su look rocker cuidadamente discreto, mientras habla orgulloso de su local y de sus premios en hostelería. Parece guardar un dolor intenso de pasado, como algunos cowboys, y pensé que quizá había tenido un desengaño amoroso, como el Rick de Casablanca, y que a lo mejor eso le había ayudado en su conocimiento especial de esa ciencia sutil que es saber estar detrás de una barra. Felipe adormecía su úlcera con sorbos medidos y casi culpables, y buscaba música en un cajón donde se apiñaban desde Azúcar Moreno hasta Wagner. Pronto todos bebimos y charlamos con esa camaradería intensa y espontánea que sólo nace en los lugares donde uno se siente a gusto. Las dos chicas desenvolvían su jovialidad sensual en cada gesto, con un sutil encanto femenino y deseable, y me reñían por "lo serio que era", cosa que casi me halagó. Su presencia me pareció tremendamente deliciosa e imprescindible. Lástima que se fueran (lo sentí de verdad), pero vinieron otras, forasteras, con la lagrimita de la despedida casi a flor de piel, y otros forasteros algo más ruidosos, y un colega de otro bar en su día libre, y alguien más. Y allí nos quedamos, casi en familia, cubata tras cubata, canción tras canción, en una especie de comunión sublime de alcohol, música y evocación. El pobre Felipe hasta me puso, sin protestar, el adagietto de la 5ª sinfonía de Mahler que le pedí. Fue entonces cuando decidí que ese estar excelso en eso de la hostelería que me demostró "El Callejón" merecía un reconocimiento por parte de este plumilla, y por eso están aquí estas palabras de agradecimiento y de apoyo a ese refugio que me salvó una noche más y que será ya, a partir de ahora, como mi casa.

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11/04/98

Americanos, sexo y política.

Lo norteamericano tiene siempre algo de estrafalario, de bobo, un tufillo de cutrez detestable y simplona, como de suegra con rulos. Hace poco me contaba una amiga, inglesa de nacimiento y andaluza de ascendencia y corazón, un viaje a los Estados Juntitos de América (Belinda se llama, y estoy seguro de que leerá esto en la edición londinense del Sanlúcar Información). Más que los museos, los rascacielos y las alcantarillas desprendiendo ese famoso vapor televisivo y flamígero, como de concierto de Mecano, a mi amiga le impactaron (le escandalizaron más bien) los vestidos de encaje combinados con calcetines blancos y tacones y el ambiente omnipresente de teleserie de hora de comer y de bar de carretera que se agarraba a la atmósfera con un insufrible empecinamiento tejano y pegajoso, como una gigantesca bola de chicle mascado rodando por la 5ª avenida. Me decía, sobrecogida por su descubrimiento, que los norteamericanos son como sus películas. En los Estados Unidos, el tópico no es una exageración empobrecida sino una consecuencia asumida e higiénica de la evidencia estadística.

El pobre Clinton, anglosajón con color gamboso-guiri, pero caliente como el más tórrido y tostado latin lover, se está dando de bruces con esta sociedad de cómic de los americanos de pro, es decir, los americanos que mezclan la mojigatería baptista o presbiteriana de coro y espiritual con el patriótico mascar chicle citando la quinta enmienda de los funcionarios y con niños asesinos (natos o innatos) y abuelos que guardan en el baúl escopetas y Uzis, fatales e indiscriminadas como cagadas de palomas. Esta sociedad inconcebible permite que los chicos vayan como rambitos por las calles, pero se tira de los pelos ante una inocente felación o un sano polvete de despacho. Los efluvios seminales por lo visto despiertan en estas mentes abotagadas un repelús freudiano que se eleva por encima de todos los demás horrores, incluyendo corruptelas, raterías, extorsiones y asesinatos. Ninguna tropelía es comparable para estos americanos a la espeluznante visión de la carnosidad frutal de los labios de esa Lewinski, con sus 21 años insultantes y perversos, chupándosela con fruición al americano nº1, al superhéroe, al mandamás, al vigía de occidente, al que debe ser prototipo de buen padre y buen esposo y persona decente, honesta, dominical y completamente vulgar y hortera, paradigma en fin de eso que se llama ser americano, eso que canta Springsteen con la boca torcida. Clinton "macho-man" las está pasando canutas por su fogosidad irreprimible, por su poca discreción o por las dos cosas. Incomprendido y acosado por una cenagosa pandilla de puritanos (pobrecito), ya lo veo de encargado de las fotocopias en el Capitolio, torturado día tras día por la imagen borrosa de la Lewinski y de toda la tropa de becarias, secretarias, voluntarias y azafatas pasadas por la piedra, como una ánimas del purgatorio arrastrándose quejumbrosas por Washington.

Qué diferente aquí en España. A pesar de nuestro paro y nuestra abulia vocacional y mediterránea, a pesar del retraso perpetuo que nos dejaron aquellos que hacían siempre las cosas por cojones, nuestra ética sexual está bastante más avanzada (¿o no?). Una canita al aire de nuestro presidente sería hasta aplaudida, seguro. Se comentaría en los bares y en las peluquerías con codazos y sonrisas de complicidad, y su persona ganaría un respeto súbito de muchedumbre, incluso una humanidad más noble, cercana y algo vulnerable, como las personas que padecen un tic. Entonces estaría preparado para ser un líder de verdad, sí, con el puntito justo de maldad o travesura que hace irresistibles a los políticos para nuestras masas. Puede que esta sea la solución a todos sus problemas de imagen. Aunque a lo mejor su consorte no tomaba el mismo camino comprensivo y sumiso de la Sra. Clinton y el señor Aznar terminaba perdiendo algo más que el bigote.

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4/04/98

La saeta, el de protocolo y el tonto.

 

El primer Festival de Exaltación a la Saeta, organizado por Cruz Roja, fue un éxito grandioso. La Merced se llenó, y la gente disfrutó, vitoreó y aplaudió a rabiar unas actuaciones brillantes y hondas. Pero este festival, además, nos legó una sustanciosa colección de anécdotas y tramas, un lustroso y pedagógico compendio de actitudes y personajillos que podrán saborear en esta columna esta semana (y puede que la siguiente).

Sepan que el arriba firmante, que tiene el honor de ser directivo de Cruz Roja, acudió al evento optimista y esperanzado; pero siempre tiene que haber alguien que meta la pata, y yo tuve la mala suerte de toparme con la tozuda estulticia rozagante y pertinaz de los paripés politiqueros. Les cuento: cuidaba yo de unos asientos reservados a los saeteros y a los percusionistas cuando me encontré allí sentados, anchos y holgados, a tres señores. Yo, muy en mi papel de organizador, me acerqué a informarles de que no podían estar allí y uno de ellos me contestó, estupefacto, indignado, con un gesto prepotente y risible, igual que el policía de pueblo que presenta la placa como si fuera del F.B.I., que los otros dos señores eran concejales (por Dios, por Dios, concejales nada menos). Había en sus palabras y en su mirada atónita una incredulidad dolida y aristocrática, como de famoso que no es reconocido en una fiesta o señorito al que se le rebela la servidumbre. Como yo insistía educadamente, se levantó, me cogió del brazo y me llevó aparte. Su tono cambió, y sus palabras cobraron una inflexión falsamente conciliadora, siciliana, mafiosa, como de "padrino" dando cachetaditas a un pupilo un poco rebotado, sí, esa actitud odiosa entre condescendiente y avasalladora que toman los poderosos ante alguien a quien creen un pobre diablo. Me volvió a insistir en la condición inviolable o feudal de los dos concejales y me ilustró, con la ironía precisa, sobre lo "equivocado" y "poco conveniente" de mi actitud, en voz baja y mirando de reojo, vigilando que nadie se diera cuenta. Yo, indiferente, lo dejé seguir en su discurso soberbio y bravucón, sintiéndome sorprendido de que se manejara ese estilo en el Ayuntamiento. Entonces, al ver que yo no transigía, el sujeto me espetó, como un gargajo arrojado a la cara, que yo "era tonto" (por lo menos dos veces) y que "me estaba equivocando". Obviamente no me sentí ofendido, dada la altura intelectual del individuo, pero yo pregunté si aquello había sido una amenaza y me volvió a decir: "Eres tonto. No sabes lo que estás haciendo", como dando a entender "te vas a arrepentir de esto". Yo alucinaba ante esas palabras viendo que al otro lado de la sala, simétricamente, se disponían con igual esmero asientos idénticamente acolchados y totalmente disponibles e inocentes (claro que quedaban fuera del alcance de la cámara). Después me contaron que aquel señor tan fino era Manuel Cabo, una especie de jefe de protocolo o factótum del Ayuntamiento, y que estuvo también dando la lata por ahí, para rechifla general del personal, pretendiendo dar órdenes a los miembros de la organización, como si ese evento benéfico fuera un acto de propaganda de sus políticos. Y todavía se me acercó más tarde para aconsejarme que me disculpara, que me acercara a los ediles, dolidos en su orgullo de políticos pueblerinos por estar hundidos en los mismos asientos que la plebe, para que reconociera mi patanería, les rindiera pleitesía y solicitara, sumiso, indulgencia por tamaño atrevimiento, cosa que, por supuesto, no hice. Tengo que decirle a ese señor tan ceremonioso que para los invitados ya había una fila de protocolo; el problema es que ellos no eran invitados y que, por muy concejales (o lacayos de concejales) que sean, no pueden sentarse donde les dé la gana entorpeciendo la organización de un acto, y menos insultar con ese desprecio dictatorial e inconcebible a un directivo de Cruz Roja que cumple con su deber.

Sería recomendable que nuestros políticos y sus esbirros, quitapelusas, tiralevitas o correveidiles aprendiesen algo de humildad y buenos modales, y olvidaran esa actitud caciquil de propietarios de la ciudad que exhiben, porque ellos están al servicio del pueblo, no al revés, y sus cargos no son feudos que les permitan tratar a patadas a las personas que ellos creen insignificantes, aunque ante las importantes muestren esa afabilidad bovina y franciscana que (ahora lo sé) es casi siempre pura fachada. Tiemblo al pensar que ese Manuel Cabo escribe discursos al alcalde, y que todos los movimientos y gestos de nuestro boss están medidos y aconsejados por él. Parece mentira que el pueblo sanluqueño esté pagando a gente así.

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