Luis Miguel Fuentes


Los andalucismos

 

El andalucismo hace tiempo que se quedó en la lucha por la fiesta triste de una bandera, en unos labios verdes en un cartel, en la mendicidad de consejerías. Muertas las ideologías, la política finaliza en la saña de unas uñas de vedette, que no conoce amistades y matan cuando alguna va enseñando más las plumas y el muslo. Pacheco era el pirata con la mella de oro del andalucismo, que las columnas de Hércules están en Jerez y se construye una nación desde la barriada. Para Pacheco, el andalucismo era el jardín de su pueblo y en Sevilla le pisaban los geranios Ortega, Rojas Marcos y una columna de cuñados enfierecidos. Rojas Marcos es la momia venerable, el santo viejo, el Cristo llagado de las luchas primeras, cuando todavía se lloraba con un himno y se rezaba a un olivo quemado. Ortega es un hombre de ideología desleída, visitador de despachos, trajinador fiel de dosieres. Demasiados personalismos, demasiados celos en el camerino. A Pacheco lo han expulsado por ir de guapa y de chula. Nada tiene que ver en esto la pobre Andalucía ni el sueño inocente del andalucismo, que expiró hace tiempo a la sombra dulce de una montaña de desidia y cafelitos. Era la pelea por ver quien tenía los tacones más afilados y pacheco iba en alpargatas.

A Pacheco le va la marcha y cargará con sus martirios como ya ocurrió hace siete años. El martirio abre los cielos, endurece las carnes, regala visiones y le pone a uno en la mano una espada flameante de motivos y rabia, con la que da gusto después gritar contra el Hado cruel y arrastrar a las masas, a las que siempre conmueven el perdedor y el leproso. Pacheco ya creó el Partido Andaluz de Progreso, partido que nació cojo y duró lo que dura un cabreo, y ahora sucederá lo mismo. Uno se imagina a Pacheco feliz en el fondo, porque capitanear las legiones de un andalucismo que le bese los faldones y haga relicarios con los jirones de su túnica lo corona de santidad y heroísmo. Es, al fin y al cabo, lo que quiere. Pacheco cree en una profecía que lo convierte en pastor de parias, mesías de la pureza andaluza, hijo de un dios que vio un día en la copa de un árbol hablándole entre rayos y ceceos. Pacheco estigmatizado, así es como se ve en los espejos en calzoncillos, y por eso Pacheco va preparando sus togas, sus laureles, el banderón viejo que guardaba con la ropa de invierno, el disfraz con el que vendrá de las Galias jerezanas a comandar una venganza justa, mosaica y campera.

El andalucismo es dócil y se va dejando comprar y emputecer lánguidamente. Pacheco creará ahora una suerte de Bloque Nacionalista Andaluz porque el andalucismo, como la puta de la esquina, es de quien lo coge, de quien lo proclama hinchando más las venas del cuello y marcando con más chulería el paquete. Pacheco irá reuniendo compadres, vecinos, agradecidos, iniciará la reconquista por un muerto ideológico que sólo esconde su ego y su rencor hacia antiguos compañeros, que es uno de los peores odios que pueden existir. Pero la diferencia entre unos y otros se quedará en el perfil, en el nombre y en el eslogan. Uno cree poco en la idea de “esencia”, y menos todavía en la “esencia de los pueblos”, que suele ser sólo un turbante para lanzarse a la batalla uno mismo y sus amigotes de la tasca de la plazoleta. En Sevilla ya están tranquilos porque nadie les intenta descomponer el despachito y vuelven a poner tan panchos los zapatones en la mesa. Andalucía, mientras, asiste adormilada a su vivisección. O quizá no, porque esa Andalucía que quieren repartirse a cachitos puede que no exista. Hace tiempo, quizá, que Andalucía emigró a una montaña para olvidar viejos amores y zurras, y la Andalucía de la que hablan ahora es un monigote de trapo que siente los pinchazos con una estupefacción de inocencia, confusión y apatía. No va esto con nosotros, después de todo.

 

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