ZOOM · Luis Miguel Fuentes


Juan Guerra, santo patrón

 

Pasó de vender enciclopedias a ser el Virrey de Sevilla, el mastín que guardaba Andalucía. Se hizo rico aun con un sueldo de conserje, pero es que tenía el otro cargo de la sangre, era el hermanísimo custodio que hacía intercesiones ante lo alto como una María Santísima barbuda y telefonista. Venían a él fincas, cochazos, empresas y todos los falsos leprosos de una Andalucía que era el hígado de aquella España de los listillos y los pringaos, de los negocios como bautizos y del dinero que había que quitar a unos catetos para dárselo a otros.

Juan Guerra, hombre entre pantojil y quinielista, es más que otra cosa un icono de la mediocridad, y así quedará en la Historia, por encima de sus chanchullos. La era de las corrupciones dio otros escándalos más versallescos, aventureros o deportivos: Mariano Rubio, Ibercorp, Mario Conde... Pero Juan Guerra, como Roldán, tendrá siempre ese agravio de dar más risa que asco, que es donde se termina descubriendo el sino del mediocre. Era una época en que supuestos descamisados hambrientos de ira y jamón tomaban el poder igual que los mendigos de Viridiana tomaron la casa y el mantel. Alguien que pasa sin transición de la sentina a ser hermano del Príncipe sin saber usar ni los cubiertos en la mesa, queda como el indigente vestido de novia que sacó Buñuel, mellado y espantoso.

Juan Guerra era un particular tirando a inútil, con todos sus carnés de vulgaridad al día, que acabó manejando Andalucía desde un despacho como de párroco y al que todos los millones, cortijos y joyones no podían quitarle el aire de mesonero. La suspensión ahora de su condena no mancilla el icono que representa, pues los símbolos quedan como columnas o ahorcados, y el suyo es una vergüenza que cantarán por siempre los ciegos y los hagiógrafos progres. Juan Guerra era ese hacer negocio como política o política como negocio, todo en familia, yendo de los orines de la abuela a las risas del casino. Reino de los vulgares y los amigotes, cafelito de las viejas, permanece, más allá del dinero facilón, esa gran horterez de los necios volviéndose grandes del país, el zapateo de los conseguidores y la asunción de electricistas al Gobierno.

Pero Juan Guerra no significó sino la primera emergencia en una sociedad donde la política se empezaba a dar la vuelta mandando a Platón a las mazmorras. Platón colocaba al filósofo en la cumbre de su República, que, eso sí, era una dictadura, hay que recordarlo. Peor, ahora lo que manda es la dictadura rampante del idiota, a la que ya se le dedican teorías y libros elogiosos. Pensemos cuánto mediocre, cuánto inútil o cuánto cuñado analfabeto hay rondando ayuntamientos, empresas públicas, ministerios o despachos junteros, cuánto Juan Guerra con la escarapela de un apellido o una amistad se hace de oro al sotavento más negro de la política. Hace un par de semanas, Ramón Vargas Machuca invitaba en una conferencia a “reinventar la política”. Sólo al abrigo de una política alienada puede sobrevivir esa fauna de oportunistas y reidores. Pero una política espiritosa y limpia está todavía muy lejos de lo que actualmente vivimos, esto es, un revolcón de arrecogidos, mercedes y clientelas. Reinventar la política es una muy buena idea. Pero el problema es que no se vislumbra alternativa. No hay sigla que se libre de una cola de mediocres ambiciosos aspirando a un despacho con cafelitos y a un Corral de la Parra. Todos ellos tienen a Juan Guerra como santo patrón.

 

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