ZOOM · Luis Miguel Fuentes


Profetas de Dagón

 

“Jóvenes que pusieron a Dios en primer lugar”, decía, escalofriante y estúpida, la portada de la revista ¡Despertad! el 22 de mayo de 1994. En ella, las fotos de tres niños, sonrientes, blandos bocados de nube para un dios que ve pecado en la sangre y sin embargo se alimenta de sangre. Niños de 12 a 15 años que murieron por no aceptar transfusiones. Héroes para los fanáticos testigos de Jehová. Ellos no lo saben pero han vuelto a Babilonia. Los huesos de los niños sacrificados a Baal hacen pareja blanca y espantosa con los niños desangrados que se ofrecen entre velos de hospital al dios de Abraham y de Jacob, con su corazón de esponja y su calavera como una copa pequeña.

La poderosa Sociedad Watchtower, ese gran negocio de vendedores de biblias, se inventó una religión para necios, malcasadas y desilusionados. Un infantil primitivismo de dioses con sandalias y paraísos de viñedos. Nada muy diferente de otras religiones, al fin y al cabo. Salvo que no todas las religiones dejan morir a los hijos por un verso escrito en una caverna. Tiempo hubo en que yo intentaba, armado de ciencia y filosofía, discutir deportivamente con estos testigos de Jehová. Pero nada puede la razón ante la palabra del Altísimo. La pulsión emocional anula toda lógica. Sólo a través del pathos se llega a la Salvación. La superstición sucia de la sangre, que viene de los pastores y los menstruos, no necesita más justificación que la voz del que todo lo puede. También dice la Biblia que no se hervirá un cabritillo en la leche de su madre. No hay ninguna razón para que ello sea así, pero está escrito. No hay lugar para la reflexión ética cuando la ley moral está esculpida en piedra por un rayo. Y si un inocente tiene que morir por esa ley, se acepta como la tormenta. Para resignarse ante esa evidencia, sólo hay que ser lo suficientemente imbécil.

No pretendo hacer una crítica de esta religión de simples hecha por almacenistas. Por otro lado, cualquier adulto es libre de dejarse castrar o matar por su dios o su patria o el mito que elija, si eso le satisface. Lo que me parece espeluznante es nuestro Tribunal Constitucional haciendo de profetas de Dagón y sollamando el puñal para sacrificar dulcemente a un niño. La libertad religiosa, dicen. O el fin de la civilización, quizá, para dejar paso a todos los dioses caníbales y sus tribus. Los argumentos del TC tienen el mismo valor que los de los idiotas que dicen que “todas las opiniones son respetables”. El Constitucional ha reventado la universalidad de los Derechos Humanos para poner por encima las locuras de una secta de alucinados. Cualquier crimen, tortura, amputación, violación o degollamiento podrá ser posible, pues estos doctos señores han rubricado que las leyes de los hombres no son nada ante las de los dioses. Apoyados en esta pavorosa jurisprudencia, pronto algunos exigirán la misma comprensión para la ablación clitórica, la lapidación o las palizas a la mujer. Vamos peligrosamente hacia ese “relativismo absoluto” en el que muere la ética y reinan los dioses salvajes de la sangre, que son todos.

“Jóvenes que pusieron a Dios en primer lugar”, decía el asqueroso panfleto de los testigos de Jehová. Ahora, estos jueces han hecho lo mismo, dejando detrás un cadáver palidísimo y muy feliz de no ofender a su deidad. La secta en cuestión anda encantada, y otras afilan ya los cuchillos. En Babilonia, solían matar a un recién nacido para echarlo a los cimientos de una casa nueva. En los sótanos del Constitucional, todavía caben muchos más niños muertos y sonrientes. Baal-Dagón les recompensará por ello con victorias en las batallas, buenas cosechas e hijos numerosos.

 

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