ZOOM · Luis Miguel Fuentes


Majestades

 

Cuando en Europa vivíamos el Siglo de las Luces, Ibn Abd al-Wahhab soñaba su estado teocrático. Con el emir Mohamed Ibn Saud prestándole su espada, lo consiguió. El resultado se llamó Arabia Saudí, patria del wahhabismo, el más fanático de los fundamentalismos que glorifican a Alá. Arabia Saudí, surtidor de oro para el terrorismo islámico y todos sus santones locos de barba y alfanje. Ahora su rey, el viejo Fahd, enfermo y descabalgado, llega o todavía no llega a la Costa del Sol, trayéndose sus palacios a trozos y sus putas en helicóptero. Es la Monarquía pura, esa cuya estética todavía alaban algunos. Igual que la de Mohamed VI, a quien la sombra freudiana de su padre le hace reclamar todos los mares y todos los horizontes, a la vez que mantiene hambriento al pueblo y alicatados de oro sus salones. Los dos tienen por encima sólo a Dios. O son, en sus reinos, iguales a Dios. Rey y Dios. La Monarquía es eso o se queda en una carroza de Cenicienta y en una familia polideportiva, que es lo que ocurre con las monarquías constitucionales, el sustrato algo vergonzante de una tradición que sólo sirve para que suspiren los maceros y los que tienen el corazón blando de los lacayos.

La Monarquía no es más que la estilización de los viejos tabúes que rodeaban al jefe de la tribu. Algunos objetos del jefe, como los del hechicero, estaban imbuidos de mana y si se tocaban, traían supuestamente la muerte. El tabú como forma más primitiva de moral, recuerdo que decía Bertrand Russell, prohíbe a veces actos inofensivos, como puede ser trabajar en ciertos días o comer cierto tipo de alimentos (vaca en el caso de los hindúes, por ejemplo, o el caso más curioso de Pitágoras, que prohibía comer habas), pero otras veces, guarda oculto un motivo práctico. Un ejemplo es el tabú del incesto, que aún hoy nos sigue produciendo horror, y que nos preserva de los problemas derivados de la consanguinidad. El tabú del jefe, en esta línea, también otorgaba estabilidad al gobierno. “Ya que el asesinato de un rey conduce normalmente a una guerra civil, su divinidad debe ser considerada como un efecto beneficioso de los tabúes que rodean al jefe” (cito a Russell). Este tabú del jefe aún pervive en nuestra propia Constitución, que nos dicta que la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad. Resulta simpático ver cómo nuestro siglo XXI sigue atado a la tribu y al brujo.

Contra la Monarquía hay dos tipos de argumentos. El primero es que proviene de los más selváticos tabúes, y el tabú es una forma de moral anterior y fuera de la reflexión ética. Volver al tabú es desandar nuestra evolución y negarnos en nuestra condición fundamental de seres éticos. La Monarquía se encuentra en el mismo escalón moral que prohibir tocar a las mujeres durante el menstruo. La segunda objeción es que su fundamento práctico ha desaparecido con el Estado moderno. La estabilidad de nuestros gobiernos ya no depende, o no debería depender, ni de la gota ni de la alcoba de ningún monarca. Aquí muchos de los monarquistas españoles hablarían de la Santa Transición y de la intervención del Rey en el 23-F. Pero olvidan que el papel del Rey en estos casos fue también reflejo de la superstición y del tabú. El Rey hablando con los espadones el 23-F era el jefe de la tribu amenazando con el rayo divino. La superstición sólo vale con los supersticiosos. Los espadones temieron el mana de la lanza del jefe, y eso no nos habla de la magnificencia de la Monarquía, sino del primitivismo nada deseable de aquellos militares. Las majestades en sus diversos grados de arcaísmo, envueltas en túnicas y hélices, quedan para el wahhabi fanático y los que lloran con cuentos de princesitas. Otros espíritus libres preferimos la república, única forma verdaderamente civilizada de gobierno.

 

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