ZOOM · Luis Miguel Fuentes


Naturaleza muerta

 

Veíamos antier a la consejera de Medio Ambiente devolver un lince a la patria de su monte con un poco de susto y admiración, que es lo que producen todos los felinos. El felino siempre nos espanta con la elegancia de su matar bello y musical, más la ternura de que seguimos viendo en él sólo un gato algo asalvajado que desearíamos tener a los pies, adormecido después de devorar algo, como una alegoría de la fiereza sometida. El hombre puede que también sea un animal que ronronea en la digestión de la sangre de algo que ha matado, pero nos falta, claro, el dandismo del felino, y eso es lo que admiramos, más que otra cosa, en estos animales, aristocracia rusa de la depredación, últimos cazadores paisajistas que hacen por los campos o selvas acuarelas de una muerte instintiva, necesaria y bella. Esta estampa de la Naturaleza devuelta, pura y veloz, este lince, nos contrasta tristemente con  la desaparición del bucardo, que se suicidó como el último loco solitario de la montaña, la utopía despeñada de la España sobria, rocosa y veraz. El último bucardo, eremita barbudo, asomadizo e incrédulo, gárgola hispánica de los riscos, se mató porque aquí, en esta España, no tenía más futuro que como cabra de campanario o como sustituto desesperado de la vaca.

El lince, salvar un poco en un solo animal simbólico toda la Naturaleza que se nos va muriendo corroída. Soltamos un lince y parece que ya se pueden mirar con más alegría los fosfoyesos, esa quemazón que se va comiendo las entrañas crudas de la tierra y que deja el subsuelo plastificado de acideces y toxinas, limpio y yermo como una tubería. Soltamos un lince y nos cuesta menos trabajo ver lo de las vacas locas como un diluvio pesadote que llega de los cielos, cuando a las vacas las hemos hecho enloquecer nosotros, obligándolas a comer a una hermana muerta, triturada sin la última caridad de quitarle las pezuñas. Los ganaderos han hecho una protesta bruta, cerrando mataderos a salivazos, exigiendo dinero y que se calle Villalobos. Pero si hubieran llevado la vaca a la dehesa, no habría locura espongiforme. Hay controles, seguridad, veterinarios que llegan como el cartero, sí, pero ahí tenemos el filete de todos los días, el bueno, que se encoge en la sartén entre babas de espuma, o el pollo que engordan en una semana y que nos llega a la cocina aventado, congestionado y con sabor a plastilina. Nos congratulamos de meter en un mono el gen verde de una medusa, aunque todavía no podamos meter en un ministro el gen diminuto del sentido común, pero vamos matando a la Naturaleza como al padre, en una vorágine freudiana, violentando todos sus mandatos. Y ésta, claro, se rebela y nos saca un prión enloquecido, o un agujero en la capa de ozono como el ojo violáceo de un dios cabreado.

Nos enteramos por Internet de que en China un tipo ofrece una cosa horrenda que consiste en animalillos (gatos, de momento) que se meten vivos de pequeños en urnas y que mueren luego estrujados al ir creciendo, tomando la forma del recipiente. Gatitos bonsái, los llaman. Un gato cúbico, un gato cilíndrico, como una pesadilla picasiana, espantosos como abortos enlatados, para ponerlos al lado de la gitana del televisor. Esto es lo que estamos haciendo con toda la Naturaleza, a la que queremos embutir en el tetra-brick ignorando que ella siempre se escapará por una esquina. Soltar al lince nos da una foto bella, fiera y esperanzada, pero está el ladrillaje de la Naturaleza que se nos cae encima con un estruendo de catedral, y que terminará por asfixiarnos como esos gatitos, en el horror de nuestros propios tubos, desecados de imbecilidad y soberbia. Quedará la Tierra, entonces, libre para el gato salvaje, las vacas arborescentes y los monos que brillan al amanecer con su gen de medusa o de uranio.

 

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