ZOOM · Luis Miguel Fuentes


Ortega / Gálvez

 

Gesto de menina vieja, un feo de siniestro, ojos de arabesco y candelabros, la sonrisa del prestamista. Siempre me ha inquietado Antonio Ortega de una manera digamos que casi lombrosiana, a pesar de que ni Cesare Lombroso tenía razón ni estamos insinuando aquí criminalidades de nadie. Pero a veces la insinceridad y la astucia aviesa se ven como un mentón, o las cree ver uno, que tiene costumbre de buscar siempre en las caras la literatura y el personaje. Antonio Ortega da el tipo de político desideologizado y prensil, gran madrugador de esa pillería que es a veces el oficio, con su andalucismo como un camión cualquiera que le lleva y le trae. El andalucismo, que tenía un principio romántico o pueblerino, sólo ha quedado en eso, en coche escoba o en camión de mudanzas. Ya sabemos que las siglas se mantienen por no llamar a otro dibujante, y mientras, en los partidos cambian los hombres, cambia la política y hasta la poesía aceitunera de los orígenes. A Ortega se le nota el andalucismo donde la guapura, o sea en ningún sitio. Pero esto es algo que se extiende a todo su partido, que vive de limosnear despachos, ayudantías y lateralidades, y para eso no hace falta ideología sino listeza y cara. No hay andalucismo sino en cuatro que fuman todavía tabaco de picadura, y ninguno está en el PA, claro.

Ortega, que trabaja en sus cosas sin ideología ni recato, tiene además humor de enterrador, y por eso hizo esos comentarios sobre la corrupción simpática. El político hace chistes con la corrupción igual que el enterrador los hace con el difunto: porque ha perdido el olfato y el asco con la costumbre, y además un muerto siempre parece estúpido por morirse y se merece la guasa. Pero en el caso de Ortega, la guasa sólo le añade un cinismo sin elegancia  (que es el malo) a la burrada que dijo. Pero ahí tenemos la política toda llena de burradas, que eso ya no espanta a nadie. Por eso, Ortega se quedará sin reprobación y seguirá ensalzando la corrupción pequeñamente, como un veneno dulce, láudano para que la Administración se tonifique y marche resuelta.

A Ortega no le van ni a reñir, porque la diputada verde, de la que depende todo femeninamente como de una clavija, al final votará que no, o se pondrá mala y no votará, o votará con el bonobús, que eso no sirve. A Inmaculada Gálvez le veía uno cara y maneras de maestrita, con lo que el malcarado y malhablado Antonio Ortega se le ofrecía como enemigo natural, como un bruto que se encontraba en el bus, y darle su merecido tenía algo de justicia poética y de venganza muy hembra. Todo apuntaba a esto cuando Inmaculada Gálvez censuraba con todas sus ganas las declaraciones, la gestión y el talante de Ortega. Pero su jefe enseguida matizó que lo hizo “a título personal”, que es como la parte más locuela de esa esquizofrenia de todos los políticos, que tienen un lado humano y libre y otro lado siempre legal y soldado. Ahora, la señorita verde ha dicho que no reprobará a Ortega si Chaves se compromete contra la corrupción, que significa que ha terminado tragado. Normal, porque su partido, agrupación o comuna, anda también de minoría mendicante. Por encima de una condena clara a la corrupción y a sus sacristanes, Los Verdes se debe a la más alta fidelidad del PSOE, que no quiere un gobierno andaluz temblón. El PSOE que es el que, al fin y al cabo, pone las pilas para que a los verdes les brille el sol del logotipo, que parece una cosa de los Teletubbies.  Inmaculada Gálvez no ha tenido valentía o no ha tenido opción. Los verdes iban de purísimos y de navegar sobre bellos delfines de justicia y libertarismo. Pero la política corrompe y hasta los delfines tienen que comer.

 

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