ZOOM · Luis Miguel Fuentes


La familia

 

Los arrejuntados, los novios huidos en carromato como tragasables enamorados, las parejas queriéndose o peleándose con el único ceremonial de un tresillo y un gato, vivir en el pecado y ver la cara que pone la portera. Estaba la estampa bíblica de la familia, con su fundamento de partos y herencias, y estaba el amor salvaje, libérrimo y fugitivo. Hasta hace poco, los que habían escogido la primera opción o habían sido obligados a escogerla por dioses o suegros, tenían el consuelo de los registros, las viudedades y la declaración conjunta a Hacienda. Ahora tenemos por aquí una acertadísima ley de parejas de hecho que va igualándolos y por eso los tradicionalistas de la familia han empezado a protestar. Uno ve dos razones para esta protesta: la primera, que acogiendo la ley a los pecadores, les quitan el placer de señalarlos como apestados y excluidos; y la segunda, que da coraje de que otros vayan consiguiendo sus ventajas sin los sacrificios del matrimonio, sin arruinarse en el convite ni aguantar eternamente a uno que ronca o maltrata, o a la parienta que está horrorosa en rulos.

Leo en un diario provincial un artículo enmarcado dentro de ese movimiento espantado de los decentes ante tanto despiporre, y donde un señor muy circunspecto y probo, presidente de una asociación igualmente circunspecta y proba, le da muchas vueltas a ese concepto de la familia vista como un Botticelli y alerta de los peligros de su “desestructuración”, la “pérdida de valores”, la “ética utilitaria”, sus “aberraciones” y otras argumentaciones victorianas. En el colmo de su paroxismo, llega a decir que el que “todo sea posible con tal de no violentar la libertad ajena” es un “concepto perverso de la libertad”, con lo que nos está indicando sabiamente que la verdadera libertad es que todos hagan lo que a este señor le parece bien, y no otra cosa.

Pero la opinión pública ya está admitiendo que los jóvenes se enganchen por sus piercings y los homosexuales se enganchen por donde siempre, y hasta lo firmen en el ayuntamiento. Y sí, la libertad es la razón suficiente para todo esto. Los conservadores morales gustan mucho de poner a la familia como célula de la sociedad, sin la que todo desemboca en cataclismo, pero su concepto de familia es numerario y granjero. Es la familia vista simplemente como configuración: el padre jefe, la madre tejedora, los hijos cachorros. Pero esta configuración no garantiza nada, aparte de una foto. Conoce uno demasiados maltratos, traumas y sufrimientos dentro de esta disposición, demasiada gente malvada acogida a la silueta de la familia tradicional y virtuosa, demasiadas víctimas de estos convencionalismos. Y es que el cimiento de la sociedad no se puede simplificar en esa repartición cereal de papeles, que no es que venga de los Evangelios, sino de la cueva y de la amenaza de los tigres de dientes de sable.

No hay nada que nos permita adivinar, a priori, si una familia monoparental, biparental, triparental o coral, heterosexual, homosexual o bisexual, va a generar, por la simple virtud de su configuración, seres humanos mejores o peores, más felices o más desgraciados. Recordando épocas no muy lejanas de triunfo absoluto de la “familia tradicional”, vemos que eso no trajo una sociedad precisamente deseable. Uno sigue pensando que hay otros elementos (el amor, la libertad, la compasión) más importantes a la hora de criar hijos, formar ciudadanos o, simplemente, vivir. Y esto es independiente de la forma en que se dispongan las toallas en la casa o se organice la fiesta en la alcoba (al final, es en la alcoba donde se queda toda la argumentación moral de estos puritanos). Asegurar la protección de los derechos de los que deciden juntarse y amarse según sus sentimientos y su libertad, debe ser una prioridad del Estado, sin ningún tipo de discriminación. Y los que prefieran ir en plan familia de la casa de la pradera, que lo hagan. Carguen ellos con su virtud o su envidia.

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