ZOOM · Luis Miguel Fuentes


Su negocio

 

En la Bahía de Algeciras flota el hierro como paja y flota el oro como mierda. Su mar es un entremundo donde fallan las leyes de los hombres y las del planeta, donde la naturaleza y los gobiernos desertan como ante los volcanes y arde la mitad del agua bíblicamente. Es que Gibraltar ha echado su ancla como una cadera de la tierra en el mar y ha decidido que la envuelvan maremotos, que la rodeen serpientes, que la pueblen bucaneros. Es el gran prostíbulo de los océanos y la Isla de la Tortuga en Europa. En ella recalan los grandes buques podridos que fletan todas las mafias, van allí en un gran recreo de cachalotes viejos, a rozarse los lomos, a trasvasar fuel a cubazos en unos largos besos de asco y aceite. Van allí porque todo está abierto y en venta y nunca se pregunta de dónde vienen los doblones que parecen muelas arrancadas.

Es su negocio, el que defiende Caruana invocando estrictas legalidades, que era lo que hacían los “hombres de empresa” de aquel Chicago de ametrallados y botines. Luego su legalidad no se preocupa por el veraneo perpetuo del lavado de dinero, ni de las oscuras profundidades de las 29.000 sociedades asentadas en el Peñón, ni de esas otras lanchas con mucha prisa de farlopa. Es su negocio, el que defiende el Reino Unido, que no se desprenderá de Gibraltar mientras siga ganándole a la cosa, no se equivoquen. Y era por este negocio que había que embestir a los pacifistas melenudos y trepadores, subirles las lanchas de la policía al costado, y de camino aleccionar a los periodistas meticones, pasarlos por la quilla e incorporarlos a una cuerda de presos con humillación y mamporros. Me contaba Pepe Ferrer, nuestro heroico fotógrafo, que no parecía sino que la policía gibraltareña quería volcar una de las zodiacs para que el terror abortase la protesta tranquila y naranja de Greenpeace. Había que proteger al cliente, que había traído al Vemamagna, descascarillado y crujiente de mierda y largura, a hacer sus guarrerías a la Bahía.

A los periodistas, en el pasillo de los calabozos, les quitaron los cordones de los zapatos, los cinturones, los móviles, el dinero, las cámaras, los bolígrafos; los metieron de cinco en cinco en celdas para dos; les hicieron comer con las manos; no les dejaron llamar por teléfono hasta 8 horas después. Uno de ellos se llevó un puñetazo nada más desembarcar en la Roca, para que supiera que acababa de llegar a tierra de corsarios, donde se cortan orejas y se cuelga por los pulgares, para que supiera quién mandaba allí hasta donde llega una bala de cañón. Por cierto, aseguraba Pepe Ferrer que, durante el acoso y las arremetidas, estaban más cerca de Algeciras que del Peñón: “Se mueven por la Bahía como quieren”. No había ninguna patrullera española, a las que la diplomacia mantiene contando gaviotas.

Nuestros periodistas como galeotes, sufriendo de la police gibraltareña ese ensañamiento que les sobreviene en la ira a los acomplejados. Un secuestro, eso fue. Y con rescate en forma de fianza. Pero Ana Palacio sigue entretenida en sus rodetes sucesivos y en perfilar la silueta austrina, Aznar anda coleguenado con Blair para hacer de escolta en las guerras de Bush II, y sólo hemos escuchado a Mariano Rajoy, que habla todavía engollipado de chapapote, mencionando con blandura una “nota de protesta” que sonaba rosa y suave como el bigliettino de una marquesa. Es su negocio, el del Reino Unido, y ante Londres hay que exigir responsabilidades si aún nos queda vergüenza internacional, aunque la vergüenza es lo primero que se pierde en esto de la diplomacia, que es todo una mentira escenificada entre teteras. Lo de Gibraltar parecía sólo una cosa de plazas perdidas y cristos robados por el vecino, pero está su negocio que nos deja puercas las aguas, temblonas las costas y desbragados los reporteros. En Europa queda muy fea una Isla de la Tortuga llena de tuertos, cofres y loros borrachos. A ver qué hacemos con ella.

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