ZOOM · Luis Miguel Fuentes


Vetitum nefas

 

Duermen los embriones con su alma congelada, en las blancas lecheras de la Ciencia, mientras empiezan en el Parlamento andaluz los trámites para permitir la investigación con sus células madre. Bernat Soria, ese sabio con guantes, podrá trabajar en repararnos el cuerpo a partir de la fábrica del cuerpo mismo, que es como si un sastre pudiera sacar los trajes de la propia piel del cliente, tela viva e infinita. Frente a esta esperanzadora perspectiva se nos alzan los graves moralistas espantados, que ven demonios en todas las máquinas y ven angelitos en todos los líquidos. Dicen tener estos moralistas unos argumentos de dignidad y teología, pero uno ve solamente superstición y complejo de Frankenstein. Todo el transcurrir de la ciencia ha estado marcado, en cada descubrimiento y cada intrepidez, por una primera reacción de horror de unos cuantos píos al ver al hombre usurpando sacrílegamente las labores del Creador o de los dioses que tocaran. John Stuart Mill recordaba a este respecto “las líneas de Horacio en las que las artes familiares de la construcción de barcos y de la navegación son reprobadas como vetitum nefas”. O sea, algo así como “cosa prohibida y sacrílega”. Hay una gran brecha de siglos entre la navegación y reparar un páncreas, pero ahí está el mismo pavor en algunas mentes en las que no transcurre el tiempo ni pasa la luz.

Esta ciencia de sacarte un corazón nuevo del bolsillo, que podrá acabar con la diabetes, con el Alzheimer, con el infarto; esta ciencia que un día, con la clonación terapéutica, equipararía el problema de los trasplantes al problema de ir al supermercado, tiene en contra todo ese miedo al sacrilegio más la defensa de la supuesta dignidad de unos embriones o preembriones que andan en un limbo de inutilidad, suspendidos en la nada, inservibles ya para la reproducción y pendientes sólo de un Hades para moléculas. Quieren ponernos esos embriones como hijitos muy pequeños que se asustan de la aguja y quieren vivir. Pero eso no es sino una fábula supersticiosa. Y su superstición es precisamente la primera de todas, la que originó desde el espiritismo hasta los dioses: la superstición animista. Nos dicen que esa mórula de células insensibles, esa química ciega formada en corro, tiene “alma” humana. Como además san Agustín decidió que los niños sin bautizar iban al infierno, no sólo se estarían asesinando seres humanos, sino condenándolos a padecer eternamente el fuego inextinguible del averno. Pero Tylor ya nos explicó que la idea del alma vino del recuerdo blanqueado de un muerto viviendo en las copas de los árboles, y no hay nada más, aparte de ensoñaciones platónicas y recursos de poeta.

Toda la armada del fundamentalismo católico volverá, sin embargo, a insistir en eso mismo. No se dan cuenta de que el sujeto de la ética, más que por la “naturaleza” humana (término discutible o simplemente vacío), se reconoce por la capacidad de sentimiento. Bertrand Russell afirmaba con razón que en un mundo de robots programados para actuar como humanos, nada sería malo ni bueno, no mientras los robots no fueran capaces de sentir. Es decir, no hay ética más allá de los seres sensibles. Es en el sentimiento donde se identifica, a efectos morales, la condición humana (o animal, es cuestión de grado), y no en un ADN ni en un alma como un código de barras que además no existe. Por eso no puedo estar de acuerdo con la defensa de la “dignidad” de un mínimo conglomerado de células, estando en juego el sufrimiento de tantos humanos. Más cuando estos piadosos defensores desprecian luego la dignidad del hombre ya crecido y, por ejemplo, en África, con la gente desangrándose de sida, todavía siguen diciendo que es inmoral ponerse un plastiquito en la picha.

Sólo superstición y miedo de ofender a su deidad. Con estos argumentos se nos presentan, y así seguirán, cumpliendo su papel de rémora en la Historia. Pero nada podrán hacer, más que un paréntesis. Como siempre.

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