ZOOM · Luis Miguel Fuentes


Municipalidades

 

Todas las municipalidades se han perdido entre la arena de Irak, toda la política se ha hecho intercontinental y hasta los candidatos de pueblo van a hacer su campaña con graves aires prusianos. La política de pueblo era una cosa que funcionaba con piscinas cubiertas, inauguraciones de farolas e imponentes asfaltados ante las panaderías. Pero ahora los alcaldes nos hablan como emperadores, ya no nos quieren arreglar la plazoleta sino que nos plantean todo Oriente como proyecto, igual que si fuera un Carrefour. Las cercanas elecciones municipales van tomando así un tosco tinte plebiscitario. Pero castigar al pobre concejal de deportes por todos los horrores mundiales me parece una venganza demasiado exagerada. Esto nos demuestra, sin embargo, dos cosas: la primera, que el pueblo distingue poco entre administraciones, todos los despachos le parecen contiguos y al final se resumen en la misma sigla; y la segunda, que los partidos no ayudan a que cambie esta impresión, pues nos damos cuenta en cada candidato y cada lista del largo hilo que llega a través de diferentes comisiones, amistades y designaciones, desde Madrid hasta el barrio. Esta visión del partido como un gran mazacote en el que hay cuatro que deciden desde lo internacional hasta los movimientos en las aldeas, es lo que lleva seguramente a esta perspectiva de escarmiento global contra el PP como la música de fondo de la campaña que se nos avecina, llena de elefantes de guerra.

Debo reconocer que la política municipal me lleva decepcionado o aburriendo mucho tiempo y hace años que no voto en mi pueblo. Ha aprendido uno que cambia el alcalde y se sustituye a los mecanógrafos y a los asesores y se produce un ruidoso relevo de cuñados por las escaleras. Pero no cambia nada más porque pronto lo ves de cafelitos con los mismos constructores de siempre y queda el mismo bache en tu calle como una cosa fenicia. Y esto es así porque el municipio es demasiado pequeño para desplegar ideologías. Cuando lo que hace falta es alguien que sepa recoger pronto y sin ruido la basura, dirija el tráfico, adecente los jardines y distribuya adosados, pocos modelos diferentes se pueden aplicar. Nos queda pues, para elegir, la cara más o menos amable o avispada del candidato, si lleva chupa o levita, y si acaso, evaluar si el partido queda acomodado o atravesado con el resto de las administraciones. Ver el municipio como la política de las cosas pequeñas y cercanas, o verlo como otro dedo de un aparato que entronca directamente con la deriva de los continentes, es el dilema que en los días de elecciones municipales nos deja siempre esa desazonadora sensación de votar a medias.

Pero es la propia monstruosidad de nuestros grandes partidos políticos la que nos condena a esto. Su aplastamiento de jefes sucesivos, su obediencia muy estratificada, su gruesa pesantez que sólo se puede mover como un todo, igual que un carro de piedra. Esto es lo que nos hace dudar si estamos votando a ese vecino que parece tan apañado o acaso estamos dando oxígeno a ese jefe aciago de arriba del todo. Y esta esquizofrenia del votante seguirá mientras nuestra partitocracia persista en esas prelaturas que son las listas cerradas, donde todos los nombres son trasuntos de un único poder que se reparte en varias manos aunque no en varios ojos. No sería igual si cada diputado o edil se debiera a sus electores y no al índice de los superiores, no sería igual si no se viera esa conexión necesaria y dócil con las cumbres del partido. Abusivo le parece a uno plantear las elecciones municipales como un ring para tumbar al más bajito del espíritu trino de las Azores. Pero es comprensible la posición del ciudadano que ve que las múltiples cancillerías de los partidos se condensan en un sólo chamán, y a él le dirige todo. Cámbiese esto, y así se evitará que las municipalidades se salpiquen de las sucias guerras del planeta y sus venganzas.

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