Los días persiguiéndose
Luis Miguel Fuentes

26 de junio de 2003

Mala educación

Dios tenía sandalias y un triángulo en la cabeza, los ángeles rizos y espadas, el Infierno era una parrilla y en los espejos de las jovencitas presumidas vivía un demonio rojo que parecía un aviador. Es lo que recuerdo de aquel libro, El Parvulito, que estudiábamos con babis azules entre meriendas de monja y flores a María. Mi parvulario fue un colegio de religiosas. Eran unas mujeres tiernas o feroces, según, que te lavaban los churretes o te ponían un moño si te portabas mal. Todavía recuerdo a la hermana Mercedes, que era dulce y como salmantina, y su clase con olor a lapicero verde y a gladiolo. Íbamos a la iglesia en fila y en silencio, la iglesia donde esperaban como en fresquera unas vírgenes altísimas y unos santos o cristos con el alma abierta, maravillada y tenebrosa. Me daba algo de miedo todo aquello, la sombra y los ecos, los ojos fijos, los corazones apuñalados. Era un poco ese miedo que daban los muñecos en penumbra, esa sensación de que viven quietos sólo cuando no se les mira. Con cuatro o cinco años, la religión era algo que uno cantaba o hacía quizá para no incomodar a esas estatuas, que podían ir a buscarte por la noche, frías y con los ojos vueltos. Algo así como la religión de un niño debió de ser todo en un principio.

Los niños pueden creer indistintamente en Jesús o en un Pokémon. Ellos conviven con hadas, con dinosaurios y con monstruos moteados que salen de los cajones. Por eso la llamada “educación religiosa” siempre me ha parecido un despiadado abuso de las mentes inocentes. Si encima lo subvenciona el Estado, toma ya categoría de matanza de Herodes intelectual. Es cuando el corazón del niño está blando y mágico cuando hay que distribuir allí a los dioses de la comunidad, entre los indios de plástico, las tortuguitas que hablan y los otros mecanismos de la infancia. Hay que asentar la estructura sentimental de la religión mucho antes de que se desarrolle el sentido crítico. Para entonces, la innoble trampa de lo aceptado y lo normal habrá conseguido al menos adormecerlo, y sólo tras un periodo de desasosiego y peleas con la madre, que suele ser devota del Corazón de Jesús, podrá producirse la liberación. Luego te preguntarán qué te hizo perder la fe, como si de verdad uno hubiera tenido fe y no sólo un recuerdo de estatuas que daban miedo, rezos con nocilla y Jesusitos de mi vida que te hacían dormir tranquilo y engañado. Todo esto lo sabe muy bien nuestra casta sacerdotal. No es educación, es adoctrinamiento y criadero. Sólo están produciendo futuros clientes. No estarán tan seguros de sus verdades cuando necesitan esa lenta alfarería con el cerebro de cada chiquillo.

Lo llaman “educar en valores”, pero es una mala educación. Mala educación no sólo en unos dogmas tan increíbles como Peter Pan. También en una moral morbosa. No recuerdo que una mayor religiosidad en una sociedad la haya hecho nunca mejor, más justa, más solidaria, más libre. Al contrario. Sólo ha traído hogueras, hipocresía, culpa, fanatismo, necedad y tinieblas con espinas. El Gobierno ya le ha dado el gusto a la Iglesia Católica. Se lo debían. En un proceso pagado por todos y bajo amenaza de suspenso, los niños tendrán de pequeños un Jesús amiguito y de mayores un Jesús que traga monedas. Este poderoso lastre, así perpetuado, nos seguirá retrasando. En todo.

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