ZOOM · Luis Miguel Fuentes


Monstruos y dioses

 

El tonto y el fundamentalista, la estulticia y el fanatismo, han tensado su cincha sobre el mundo, han puesto sus agarraderas por este y oeste, han cerrado los círculos del planeta con un abrazo viscoso. Bush II reina ya en su Imperio, clava su espuela hortera, se abrocha el peto y muestra su andada cateta de desembarcado del Mayflower, y ahora nos amanece por oriente el halcón de la sangre, el carnicero de Sabra y Shatila, Sharon, planeando sobre las mezquitas como un mesías de todos los buitres, afilado de nariz, fusiles y rayos. Son dragones consortes, pareja de esfinges negras poniéndole a la Tierra dos vértices arqueados de horror, dos ojos de muerto en los hemisferios, dos calaveras como pirámides, dos pisotones de bruto abombando el Globo, esa simetría que busca la crueldad para hacerse bella. La silla eléctrica y el Trono de Dios vienen a hacer su justicia en paralelo, a cruzar sus ráfagas, a saludarse desde sus cielos fluorescentes. El bombardero que estigmatiza con uranio y la zarza ardiendo que ordena matanzas, la tecnología que asesina sin dolor a los durmientes y el dios viejo que quiere que le ascienda hasta las barbas el olor delicioso de sus enemigos requemados. Los dos, Bush y Sharon, tienen a su dios en la boca y en el dólar, duermen con las botas puestas, sueñan con un Valhala donde celebran banquetes sus héroes cubiertos de vísceras. Son compañeros, iguales, gorgonas que se miran de horizonte a horizonte. El mundo tiene sus banderas de monstruos y dioses en cada esquina.

Oriente Medio es una lucha desfallecida de dioses y dinero (los dioses y el dinero siempre luchan juntos). El dios judío como el dios de un pueblo de pastores errabundos, el dios mahometano como un viento de multitud que silba entre las dunas, los dos dioses que no tienen sitio en el ancho universo y se pelean por una colina. No, los dioses no se pelean por eso, sino que es un hijo el que toma su palabra más torcida y va con el carro de sus espadas y su oro a degollar a los hijos del dios de enfrente. Sharon sonríe entre los muertos porque ve la sombra ancha de su dios a la espalda. La atrocidad no es atrocidad cuando crees que Aquél de quien proviene toda moral te mira con ternura mientras la practicas. Arafat también ríe entre los esqueletos de los niños de la Intifada y los cadáveres de un mercado. Son dos enemigos que se merecen, son dos asesinos de la misma talla que ven a sus dioses susurrándoles venganzas, como los veían los guerreros en Troya, los que venían de las murallas o de las cóncavas naves. Bush II, como su padre, lee la Biblia antes de dormir, de ejecutar a un negro o de lanzar un ataque aéreo. Porque los niños iraquíes que se mueren de bombas o embargos no son como los escolares de Texas. Y el negro del Bronx no es el blanco de Wall Street. También se lo dice su dios, que es el dios del picnic del domingo, del pavo del Día de Acción de Gracias y de la casa de la pradera. Su dios va de costa a costa y no se moja las sandalias más allá. Su dios es blanco, racista y pueblerino, como él, pues hacemos a todos los dioses como nosotros para complacernos en ver algo de divinidad en nuestra miseria.

Pero no son los dioses los monstruos, sino los hombres que fabrican a los dioses. No son el Pentateuco, el Evangelio y el Corán, sino la hermenéutica que los inventa, el ejército que pone sus discursos como pabellón de sangre, el lobby que les edifica una oficina como una catedral y les abre rezando una cuenta corriente. Se levantan dos monstruos a este y a oeste, Sharon y Bush. Permanecen otros que estaban, Arafat o Saddam. Cada uno lleva su dios y su excusa. Cómo bendice la religión a los monstruos y a los mediocres, los de todas las naciones, los de todas las razas. Qué gran cosecha de monstruos nos siguen dando la ignorancia, el miedo y el egoísmo humanos. No hay nada nuevo —qué tristeza— en esto.

 

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