Los días persiguiéndose
Luis Miguel Fuentes

21 de agosto de 2003

El fin de los tiempos

Dicen que hay que disolver el Ayuntamiento de Marbella, o quizá toda Marbella que es un almíbar negro. Disolver el Ayuntamiento, y aun derretir las palmeras en el cemento y el dinero en sus pozos, dejar la ciudad en un abismo de pájaros, eso que dibujó Olivier Messiaen con un clarinete solo desde un campo de concentración, donde aquello debía de sonar como la música de un oficio para locos. Para Messiaen los pájaros eran lo contrario del tiempo, y en Marbella puede que los pájaros sean lo contrario del cielo, que está esculpido y maldito. Escucho el Cuarteto para el fin de los tiempos de Messiaen, que es música acerca de la eternidad. Es la música que debería sonar si se disolviera el mundo un día de asco y cansancio. Es poco el Ayuntamiento de Marbella, cuando toda la política tiene las rodillas de ceniza y los ojos de fango. Habría que disolver todo y que empezara el mundo otra vez de una sola semilla de luz, como imaginó para los niños Michael Ende.

El fin de los tiempos nos ha pillado en agosto, que es el mes de los asesinos y los violadores, el mes en que mueren asfixiados los perros y los viejos, que tienen la misma última mirada. No hay veleros, sino ángeles con hacha; no hay esperanza, sino el baile de los esqueletos con marimbas de tibias. Nuestra política no puede ya darnos otra cosa. Es el fin de los tiempos y nadie se da cuenta salvo un violinista: los políticos están navegando o prostituyéndose, las televisiones ponen barata la carne de hembra, la mitad del mar se ha hecho saliva o linfa, la gente vive ciega entre delfines.

Escucho a Messiaen contra un verano de corruptos, y suena a paz, a cristal y a despeñarse. A lo mejor no es el fin de los tiempos, aunque quizá debiéramos hacer que al menos fuera el fin de la política, de esta política, y que tras la última nota del violín, agudísima, viniera alguna clase de rabia o resurrección. Fantasías, no más. La regeneración democrática, de la que tanto hablan, no es más que un jingle. Los partidos no se destruirán a sí mismos, no entregarán sus poderes oscuros como si se cortaran amablemente la cabeza. Marbella, como Madrid, nos ha enseñado que la corrupción es la madre loba de todos. Los partidos son gigantescos como teologías y nada tan grande se puede sostener sin dinero sucio y sin mentiras. Estamos los ingenuos y los líricos pensando en listas abiertas y segundas vueltas, en la separación efectiva de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, en el cambio de la ley electoral y de la de financiación de los partidos, en penas ejemplares contra a la corrupción, la información privilegiada y el mangoneo fino de los que sólo roban múltiplos de millón... Pero todo este bucolismo se tropieza con que, al final, son los mismos partidos los que deberían reglamentar su propio suicidio, viril y románticamente, y no lo harán. Es una trampa circular e insalvable: los zorros han hecho las reglas del gallinero y les estamos pidiendo democracia como quien les pide piedad.

Dicen que hay que disolver el Ayuntamiento de Marbella, o quizá volar todo el país lleno de giles, garciamarcos, tamayos, balbases, tejadas. O envenenarse de nihilismo, que mata más estilizadamente, como una araña elegante. Escucho a Messiaen, música detenida sobre el infinito, y de verdad es o parece el fin de los tiempos, con la tierra podrida y el sol derramado.

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