Los días persiguiéndose
Luis Miguel Fuentes

31 de octubre de 2003

Amina

La niña tiene ocho años y debe aprender las labores de la casa, sus telares, sus genuflexiones, sus silencios, debe crecer entre tinajas, debe casarse en compraventa, pues lo quieren los dioses y los machos de su tribu, su padre que es muy moro y allí los divorcios se hacen a pedradas de todos los cuñados contra la mujer o no hay divorcio. La pequeña Amina, retenida o raptada por su padre en Tánger, viene a ser otro corderillo cogido entre el aquelarre de los varones que quieren a todas sus hembras suyas o muertas y el choque de civilizaciones, que aunque Huntington y la Fallaci no tengan del todo razón, ése parece ser ya el cornetín de todas las batallas, en Irak o en Granada. Éste es un nuevo episodio de hombre que cree que compró para siempre a sus mujeres, incluida su hija que le pertenece como una cabra, pero aumentado por esa distancia o desfiladero que hay entre continentes, culturas, religiones o climas. De Granada a Marruecos, del divorcio sin más aquí a la vergüenza eterna y como cornuda del esposo allí, de la niña a la que echan de menos en su colegio a la prisionera que servirá té y lavará los pies a los hombres de la familia, hay más que venganza, abuso o violencia de sexo: vuelve a aparecer la guerra de los hemisferios, las espinas de la multiculturalidad.

Ninguna sensación de culpa o crimen puedo imaginar en este padre, pues los dioses le susurraron en el desierto a sus antepasados que la mujer es ganado, que la hija es sirvienta, que el hombre es dueño y celador de sus hembras. El padre la está salvando del Satán occidental y de que se vaya un día con un motero. Cualquier concepto sobre libertad o derecho individual les es ajeno, y más si se trata de la mujer, que es un animal silencioso que trabaja y obedece, o un baúl con útero que si es bendecido por Alá parirá muchos varones fuertes. Nada pueden hacer las leyes humanas. En realidad, el mismo concepto de ley humana es en el Islam una blasfemia. La tradición, sucediéndose sin cambio como los amaneceres, es la garantía de que no han mudado sus dioses y lo único, pues, a lo que deben respeto y obediencia. Nadie me convencerá jamás de la equivalencia moral entre culturas, más donde no hay sociedad civil, sino súbditos del Altísimo; donde no hay Estado, sino tribu; donde no hay res publica, sino religión; donde no hay ley, sino potestad divina. La moral no es sólo costumbre, no es sólo un folclore, existe ese “valor intrínseco” del que hablaba Bertrand Russell pero que ya apuntaba casi en los mismos términos John Stuart Mill. Condenar a un ser humano a la esclavitud no puede justificarse por la libertad religiosa ni por la mezcla simpática de danzas.

Amina, niña robada, puesta ante los colmillos de los dioses, ante los pies de sus varones, ante la maulería de sus tías que la peinarán como amortajándola, está en Tánger sin colegio para hacerla sumisa, analfabeta y rezadora. Con un argumento parecido a esta tragedia tan real hicieron un folletín muy malo y muy exitoso que se llamó No sin mi hija, y que hacía sollozar en coro a las mecanógrafas en el metro. Esperemos no tener que ver a su madre, Khadiya, atravesar las dunas con ella en brazos hasta Granada. Esperemos que las leyes puedan saltar los continentes y los siglos, llegar no al Marruecos de los altos funcionarios que mandan a sus niñas a París, sino al de los pedregales y las jaimas eternales, y rescatarla. Mientras, Amina, niña robada, tendrá noches de cocinera y sueños de cautiva.

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