Los días persiguiéndose
Luis Miguel Fuentes

7 de diciembre de 2003

La Constitución

Yo tenía ocho años y la Constitución me sonaba a revolución hecha por unos libreros, porque todo estaba apretado, caliente y novedoso en ese librito que la gente llevaba en los bolsillos o sacaba en el bar; un librito barato, con aire sedicioso, que trajo mi padre a casa y que olía un poco a droguería, un poco a café con leche y un poco a manual de mecánico. Poco sabía yo del franquismo, que era para mí sólo el recuerdo de un señor muerto larga y negramente en la tele, con la impresión de tener demasiadas viudas, demasiados caballos y demasiados candelabros, como si el muerto fuera su propio cuadro tenebrista. Poco sabía yo de Democracia ni Transición. Sólo recuerdo que mi padre repetiría ya, por siempre: “Es increíble que hayamos podido salir así del franquismo, sin derramamiento de sangre”.

Somos los pesimistas o los puñeteros, sin embargo, los que seguimos viendo más utilidad en señalar fallos que en caer en el ditirambo, la hagiografía y el confeti. Eso de que unos cuantos se refugiaran en las montañas para traer luego sus tablas grabadas con la voz del rayo, la Carta Magna como una gran hostia de celulosa, va sonando ya también a batallita, a morería del Cid, a heroísmo alcazareño, a épica para recitar en clase y un poco a mentira como las cosas de Santo Dominguito. Todo necesita su mitología, porque la mitología es el poema que se le da al pueblo para que lo entienda todo con espadachines y con dragones, mientras la verdad sigue quedando para esos cuatro que están siempre en el ático. La Constitución como leyenda artúrica (los Padres de la Constitución, así dichos y forrados de homenajes como el del otro día en el Parlamento andaluz, son nuestros caballeros del Santo Grial) nos da una magia de la democracia que se consume bien, pero que oculta sus oscuridades.

La más evidente, y que se olvida por todos, es que en realidad nunca hubo unas verdaderas Cortes Constituyentes. Igualmente, el llamado consenso no lo fue tanto, sino una operación hecha en comandita, un arreglo privado entre la clase dirigente franquista y las cabezas de los partidos de la oposición histórica, sin debate público. ¿De dónde salieron los ponentes? ¿Quién los hizo representantes de todo el país? Entre ellos, recuerden, Fraga, la más negra ave del franquismo, que todavía sobrevive al amparo del PP (Aznar se lo debe todo). O Gabriel Cisneros, ex jefe del SEU. La Constitución consagró también la monarquía, que no olvidemos que fue imposición de Franco. Pero el PCE y PSOE estuvieron flojones o ansiosos, y terminaron aceptándola en un país en el que no había apenas monárquicos. ¿Que hubiera ocurrido en un referéndum para elegir entre República y Monarquía? Claro que estaban detrás los espadones velando armas, eso nadie lo dudaba, y a los que había que calmar con rosarios. Fueron todas estas capitulaciones e intrigas las que nos dieron una Constitución que agradaba a la élite franquista, que luego se reconvertiría astutamente a la democracia, y cuyo proceso fue turbio, secreto y entre cuatro que se metieron en un baúl. Todo, menos modélico.

Corresponde pues a los pesimistas y a los puñeteros, como yo, recordar esto que en el incienso de los homenajes sé que debe de sonar blasfemo. Llegamos a la libertad sin ira, pero quizá se podría haber hecho mucho más. Ya nada es como entonces, y la Constitución pesa poco para ser una Biblia. Ante los separatismos economicistas o racistas que nos acosan, la Constitución es ahora un buen parapeto. Pero quizá, un día, nos llegue la valentía de remediar sus fallos. Para quedar en paz con la Historia.

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