Los días persiguiéndose
Luis Miguel Fuentes

5 de febrero de 2004

La carne

Somos materia de estrellas hecha consciencia, decía Carl Sagan en mi niñez, y esa frase era como reencontrar a la madre verdadera en la caldera de una galaxia, gran vientre que gira. Todos aquellos dualismos eran falsos: mente/cuerpo, alma/carne, espíritu/materia, inmanencia/trascendencia. No eran más que malas definiciones. Compartimos nuestras enzimas con la acacia y con el paramecio. Compartimos nuestro carbono y nuestros metales pesados con el corazón de los soles. El que nosotros pensemos es sólo consecuencia inevitable de nuestra complejidad. Si un día tenemos computadoras ópticas que puedan igualar el número de conexiones de nuestro cerebro trabajando casi a la velocidad de la luz, hablaremos con seres inteligentes artificiales. Cuando a Marvin Minsky, gurú de la inteligencia artificial, le preguntaban si una máquina podía pensar, él contestaba: “Yo soy una máquina y pienso”.

Todo pasa en la mente, hasta la carne. Darle a la carne una potencia de independencia, de maldad, de prótesis, de enemigo, venir a decirnos que es un saco que nos porta con asco, es una enfermedad de la mente que se llamó metafísica y luego teología. La carne es algo que para los teólogos y los falsos moralistas de su escuela siempre se nos está pudriendo. La carne les huele mal porque les recuerda que nos parecemos más al cerdo que al dios sin cuerpo que se atreven a decir que nos hizo a su imagen y semejanza. La carne es también la manera cruda de llamar al sexo, por hacerlo más sucio y más propicio a los gusanos. Pero el sexo es sólo gimnasia, acompañada de más o menos afecto. Situar el centro de la moral sobre una gimnasia sólo puede hacerse por estupidez o por interés, y el interés aquí puede ser ocultarnos que la verdadera maldad está en otros sitios sin olor y sin líquidos, que lo perverso es el sufrimiento y no el placer, no al revés. Pero ése precisamente es el núcleo del cristianismo: el sufrimiento agrada a su dios y el placer le encoleriza. Nuestra civilización es hija de este tremendo torcimiento.

La carne como otra cosa diferente a nosotros, como el embutido de todo lo malo o como el cuenco donde nos rezuma al final la dignidad. Los obispos sacan en sus pergaminos su odio al placer y a la libertad, seguramente porque son lo mismo. Pero ya tuvimos impuestas sus familias tan sagradas y católicas multiplicándose entre el confesor y el franquismo, y aquí no aumentaron los hombres buenos. Veo en la televisión pública andaluza a una prostituta pidiendo la legalización de su oficio, el préstamo de su carne, y a las feministas contestándole que lo que hay que hacer es abolirlo, pues es una degradación que convierte a la mujer en un pellejo. Pero uno no está muy conforme con situar la dignidad de la mujer en el uso que hace de sus orificios. A uno siempre le pareció que eso era más bien una idea machista. Lo denigrante no es su sexo por dinero, sino que estén explotadas y esclavizadas, y eso lo mismo les puede ocurrir a las mujeres en el puticlub que a los marroquíes bajo los plásticos. La carne, todavía tabú, todavía tribalismo, todavía esa calidad de serpiente que nos cuelga. Pero la carne es sólo otro chispazo de la mente. No piensen en el cuerpo doblándose por el sexo, piensen si arriba, en nuestro cerebro donde todavía nos vive un cocodrilo, la carne se hace dolor o libertad. Esa es la medida. Somos materia de estrellas. Y el sexo de las estrellas lo que nos da es todo el Universo.

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