Luis Miguel Fuentes


Justicia triste

 

La Justicia, el búnker de la Justicia, esa presencia de hospital o cuartel que toma la Ley cuando se solidifica en escalones, en bedeles, en guardias, en contraseñas. Amanecía Cádiz en un gris náufrago y el neoclásico del edifico de la Cárcel Real, el juzgado de menores, era un buque varado e imponente que había atrapado del aire todas las mayúsculas y las abstracciones. La Justicia se imagina, se habla, se sueña, se maldice, pero luego aparece así, compacta, inamovible, como un elefante de piedra, y es un inmenso pórtico contra el cielo que no escucha, ensimismado en su gravedad lenta, en su perspectiva de gigante, en el impávido estatismo de su propio respirar.

“Que no tengan derechos sólo los asesinos”. El padre de Clara, la chica asesinada, habla con la prensa. Es un hombre tranquilo, animoso y triste. Muestra esa extrañeza desconsolada del estafado, mira con ese coraje que es la última rebeldía de los inocentes. La madre está envuelta en un luto de alma y lágrimas que la empequeñece. No hay nada que empequeñezca más a una madre que perder a un hijo. Ella, la madre, es una Piedad con la hija enterrada, una Piedad que sostiene la oquedad de la hija muerta entre las manos y la oquedad de ella misma por dentro, como si anduviese soportada por su propio abrazo. La madre parece tan pequeña...

“Sólo quiero mirarlas a los ojos”, dice el padre, pero no le dejan entrar en la sala. La Justicia no entiende de miradas, pues sólo soporta la vista de sus propios códigos. La Justicia se ciega entre sus párrafos y olvida lo que está más allá, y así ha salido esta Ley Penal del Menor como una cinta métrica, como el cálculo al peso de la vida y de la muerte. Tállese a palmos la persona, asígnesele la frontera de la responsabilidad con el tino grosero de una plomada. La Ley consagra al menor como un imbécil o un tarado. Ya la Logse los mantiene haciendo recortables hasta los dieciocho. Ahora la Ley los exime de la culpa por la distancia de un año o de unos meses. Alguien comenta que una hija o una sobrina le ha preguntado: “Entonces, ¿podemos hacer lo que queramos hasta los dieciocho?”. No. Si mata, puede ser condenada a hacer cerámica en un taller o cuidar flores en un invernadero, cuatro o cinco años. Horrible grieta, inabarcable salto entre la Justicia y la Ley, cerrazón metalúrgica que produce un espanto de casillero y uniformidad. Pero la mataron porque querían ser famosas. La mataron porque querían saber qué se sentía matando. Presuntamente, hay que decir. La sintaxis de la Ley, que nos obliga a hablar con propiedad. La Justicia es un diccionario loco. Puede condenar por un adverbio y perdonar un asesinato siempre que se haga sin solecismos.

Llueve en el Campo del Sur y llega del mar un oleaje lento como un oso sangrante y gris, vienen el mar y la lluvia como condensados de las lágrimas de paseantes tristes. Saludan apesadumbradas las azoteas del barrio de Santa María, hacen un guiño desconsolado, par y cóncavo las cúpulas de la Catedral. ”Han hecho de este juicio un carnaval”, dice una pancarta. Día grande para Cádiz, aniversario de conjuras, golpes de estado. “Quieren que no se hable de este juicio”, protestan. Dentro, van a declarar unas menores, se las ve en un pasillo, detrás de una ventana sucia. Salen luego y responden amedrentadas por las cámaras. Les queda, a ellas sí, la mirada limpia y virgen que sólo dan la inocencia y el horror.

Iria, Raquel, llegaron bajo una capucha, entre un fragor de correajes y flases. Se marcharán igual, sonriendo, quizá. Eran menores. No son responsables. Los psicópatas deben esperar, pacientes, hasta los dieciocho. Hay que protegerlas, reinsertarlas, reeducarlas. Queda en el aire una humedad de tumba y ojos. Pasa un trenecito turístico, poniéndole al día una ironía macabra de sinceridad y campanillas. Me apoyo sobre una columna y miro cómo el cielo cae sobre Cádiz igual que un cortinaje deshilachado. La madre, otra vez, está llorando.

 

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