Los días persiguiéndose
Luis Miguel Fuentes

9 de abril de 2004

Semana Santa

El cristianismo no lo fundó Cristo, sino Pablo. Y no lo condujo por la historia el Espíritu Santo, sino las coronas bastardas y los concilios con espada. La verdad y las herejías se decidían entre timbas y dentelladas. Su teología ponía cada nuevo peldaño de aire sobre otro anterior que había dejado también en el aire un sofista. Más que una religión crearon una gramática, pues no puede dar otra cosa la gran pirámide de alucinaciones superpuestas que es la metafísica. Mientras, al pueblo le daba igual Isis o María, Jesús o Mitra. Para el pueblo la religión es un pan y vale con que les alimente y esté ahí todos los días, redondo y caliente. Cada tribu tenía sus dioses que tragaban doncellas, pisoteaban enemigos y escupían rayos o constelaciones desde la montaña. Después de cada batalla, los dioses ganadores ocupaban el cielo. La historia de la religión es la misma historia de las guerras. Luego, el pueblo come lo que se le da, su pan, su religión que eligieron por ellos los vencedores. A eso se le llama tradición.

La Semana Santa, zapateo de dioses, incendio de crucificados, oro florecido sobre la sangre, es mucho más o mucho menos que religión. La teología está para abovedar de almas el cielo y la religiosidad popular para santificar la taberna y los partos. Hume las distinguió muy bien. La Semana Santa escapa al mismo catolicismo porque el pueblo enseguida reconduce a los dioses para ponerlos a gobernar el barrio y su casapuerta, y si los saca en cestos por la calle no es tanto para glorificarlos como para reconocerse en ellos. Es una proyección psicológica. La comunidad, el grupo, se certifica en su eternidad y en su identidad mediante la repetición y la sentimentalización de un rito que tiene mucho de celebración de la antropofagia o del sadomasoquismo. Más que recordar la Pasión de Cristo, están expresando su pathos en un proceso de sufrimiento-purificación-redención cuyo sujeto es en realidad el pueblo mismo. La identificación con una imagen particular (el eidolon griego) les ofrece sólo el espejo más cercano, justo en la parroquia de al lado.

La Semana Santa no nos muestra al catolicismo en diaporama, sino a la gente en sus primitivas y alunadas necesidades sentimentales y sociales. Los que conocen el mundo cofrade saben que en su santería la religión es sólo un contexto, y que esta semana es un objetivo en sí mismo: como afirmación del grupo, como expresión de una emotividad que no es medio sino fin, como escenario para escalafones y muchas y varias vanidades. Esta religión de nuestros padres no es ni más ni menos falsa por la Semana Santa. Es fácil buscar hoy paganismos por las esquinas afaroladas de Andalucía, en esas mujeres que eligen a su Cristo como a un marido y esos costaleros que creen llevar a su madre hecha de cera. Pero no merece este fenómeno crítica religiosa, sino social. Hace tiempo que me desembaracé de los dioses y de lo que construyen para ellos en la tierra sus sirvientes, vividores o alfiles. De la Semana Santa me llega sólo un eco de desazón estética y ética, sus formas ñoñas, sus pregones atufados de gladiolos, la inmoralidad de que en el sufrimiento se satisfagan ellos y su dios, aparte la pura objeción intelectual ante la sacralización de la mentira. Jesús, que quizá fue sólo un rebelde, anda ahora por las calles como una condecoración para pijos y para hinchas de fútbol.

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