ESPECIAL DÍA DE ANDALUCÍA: EPISODIOS ANDALUCES DEL SIGLO XX

Luis Miguel Fuentes

1969: EL CIERRE DE LA VERJA DE GIBRALTAR
La espina clavada

 

La afiladura del Peñón, la procacidad del hierro con el cemento, una milicia de farolas aguardantes, la sinceridad blanca de una garita, una respiración de banderas cansadas, cerrojos como dientes del desafecto de la tierra, la orfandad de un aire con presencia de cestos vacíos y desayunos de guardias: la verja de Gibraltar, cerrada, en la portada de un diario del 8 de junio de 1969. La verja de Gibraltar, que daba un gran portazo dividiendo el domingo como un hacha lenta y bendecida. Tenía España con Gibraltar una rabia como de haberle alguien robado un Cristo, y aquella verja cerrada dejaba allá atrás, en un patio de desprecio y mar, al mismísimo Diablo, a las “democracias masonas” y a todo el reborde sobrante del mundo.

Pero el berrinche y el cierre llegaron precedidos de un largo calvario español por entre los cielos burocratizados de la ONU y las fintas elegantes de los lores ingleses que jugaban al despiste y a la pillería con mucha gracia de naipes, monóculos y bigotes. Gran Bretaña siempre ha tenido arte para estas cosas, y así, desde el principio, en el Peñón, los británicos han ido aprovechando una epidemia, un perro que se escapaba o una coma mal puesta en los tratados para ir comiéndole a España algo de tierra y algo del orgullo que siempre va con la tierra, en esa hermandad solterona de algunas sustancias con los sentimientos. Gran Bretaña nos iba quitando Gibraltar con elegantes bocados y bailes de soldados y niñeras, tan sigilosamente que todavía mucha gente ignora que es falso que el tratado de Utrecht entregara Gibraltar a la soberanía británica. En el tratado sólo se dice, refiriéndose al castillo y a la ciudad, que “...dicha propiedad se cede a la Gran Bretaña sin jurisdicción alguna territorial, y sin comunicación abierta con la región circunvecina de tierra”.

Aparte la justicia del sentido común y de la letra escrita, la reivindicación sobre Gibraltar se había convertido durante el régimen franquista en un florido estandarte de su propaganda. Gibraltar era “esa espina clavada en el corazón de todos los españoles”, frase muy de Enciclopedia Álvarez, y allí en La Roca tomaba su volumen picudo todo aquel contubernio judeomasónico, aquel abismo con tentáculos que se suponía más allá de España y que era lo que más alimentaba el alma de mesa camilla de aquel régimen de gorditos que soñaban con ser Agustina de Aragón o El Guerrero del Antifaz. El asalto a Gibraltar lo planeó pronto el régimen, queriendo quizá aprovechar la debilidad de Gran Bretaña tras la Segunda Guerra Mundial, seca de sangre, sudor, lágrimas y dinero, aunque sin duda la principal batalla se planteó en la ONU en los años sesenta, alrededor de la resolución 1514 (XV) de diciembre de 1960 sobre la descolonización. Un párrafo ambiguo acerca de la “integridad territorial”, sin embargo, sirvió de coartada a Gran Bretaña para seguir silbando hacia las estrellas. El Reino Unido, además, desplegó otra ala de su estrategia: dar la palabra a la población de Gibraltar, con ansias de autonomía. Sin hacer caso de las resoluciones de la ONU, Gran Bretaña acabó planteando el 10 de septiembre del 67 un referéndum en el que los habitantes de Gibraltar decidieron mantener sus vínculos con el Reino Unido. Cuando se promulgó la nueva Constitución de Gibraltar el 30 de mayo de 1969, los vapores del régimen reventaron.

El 8 de junio de 1969, a las diez y media de la noche, se cerraba la frontera, se dejaba la piedra del Peñón en una escollera de soledad y extranjería, como un monstruo flotante de iniquidad reposando contra el cielo. Se retiraron casi cinco mil permisos de trabajo (habían llegado a ser doce mil). El 1 de octubre se cortaron las líneas telefónicas y telegráficas como el último tendón delgado y hermano. Era la estrategia de aislamiento y fiereza que había sido el empeño del ministro de exteriores, Fernando María Castiella, desde que ocupó la cartera. Gibraltar sufriría económicamente con el bloqueo, pero también La Línea y toda la comarca. Lo único que se consiguió con aquel cerco fue unir aún más Gibraltar al Reino Unido, como dos balsas de piedra que vinieran a abrazarse desde un destierro de océanos. Eso y volver a los llanitos más antiespañoles, rencorosos y con pretensiones como londinenses, algo que nos sigue dando a nosotros, todavía, un poco de risa, pues no podemos verlos sino como vecinos que juegan al té de las cinco y a ponerse bombín.

Gibraltar, Sur que termina en muñón, antigualla colonial en esta Unión Europea rampante y galáctica. Lejos queda el cierre de la verja y el bloqueo, hay ya otros modos y otro mundo, pero está todavía ahí la “espina clavada”. Para el Reino Unido, Gibraltar sigue siendo una contraseña y una gasolinera para aparcar buques y cañones y para que miccione la tropa. Para España, Gibraltar es ese Cristo de piedra que se llevaron unos infieles en la verbena. Para los llanitos, Gibraltar es una forma de sentirse diferentes y comedidamente guiris. Nos insiste Caruana en que Gibraltar no quiere ser español, habla de sus derechos históricos, de la esencia y el alma de un pueblo de una sola barriada. Si Cioran nos dijo lo de “la rebelión de los pueblos sin historia”, esto podría ser un ejemplo de la rebelión de los pueblos sin suelo, solamente con una gran encaramada de piedra por patria. Ahora, la estrategia se nos ha quedado en tragarnos submarinos y consentir humilladeros. Cosa quizá tan inútil y tan ridícula como aquella rabieta de junio del 69.

 

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