Los días persiguiéndose
Luis Miguel Fuentes

20 de mayo de 2004

Cultura macho

Magdalena Álvarez pone pantalones a las azafatas, Jesús Caldera viene a Andalucía a planear estrategias contra la violencia sexual, pero aquí se sigue muriendo mayormente de la bombona de butano y del hachazo del gachó a la parienta, que es la única paridad verdadera que tenemos en esta España celtíbera, macho, del cuchillo y el anafe. Las gomas picadas y la mujer apaleada, ésos son los signos de nuestra pobreza en la cocina y en el espíritu, por ahí se nos están cayendo los bloques y se nos está pudriendo el alma. Quizá los ricos mueren en avionetas y se divorcian con contratos, pero a los pobres les explota el calentador o terminan crucificando a la mujer porque se le quemó el cocido. Para acabar con la violencia sexual hay que cambiar toda la fontanería del país y eso está difícil hacerlo sólo con policía. Es un problema histórico, de carácter, de educación y de malas cañerías. Aquí, o levantamos todo el suelo o ni siquiera un agente con buena voluntad, durmiendo en la portería, podrá hacer nada.

La cultura del macho está en el folclore y en los anuncios de colonia y en la Sagrada Familia y en los paralelismos con los leones. En nuestros principios de tribu, la selección natural nos dividió según la fuerza y estableció los roles para la supervivencia. Hasta los dioses se dividieron en sexos. Los dioses femeninos eran dadores de vida, manejaban los ciclos y la fertilidad, y la Tierra fue adorada como la madre primigenia. Los dioses masculinos, por el contrario, se encargaban de  la guerra y el rayo. Los primeros dieron sociedades matriarcales, que hay quien sostiene que sobrevivieron siendo no bélicas, agrícolas y artesanas. Los segundos dieron sociedades patriarcales y guerreras. No sabemos si hubo un combate real y físico entre ellas, o simplemente una evolución en que primaron la protección de la comunidad y el dominio, pero las sociedades patriarcales se impusieron. La mujer se hizo objeto, posesión, ganado, los dioses macho coparon los tronos imaginados de lo alto, la mujer con poder fue considerada enseguida diabólica, bruja, y la historia rodó por ahí. Dicen que todo viene del miedo del hombre al poder mágico de la mujer para engendrar, un miedo que fue canalizado por las sociedades patriarcales a través de la religión propiciando su mansedumbre y su pasividad. El cristianismo hizo de la mujer un animal lateral, pecaminoso en sí mismo, tanto que se inventaron aquello de la Inmaculada Concepción para sortear ese asco que les daba un Dios nacido de la lujuria.

Nuestras estructuras sociales y morales, que son atávicas, le deben todo a esto que hemos contado. Pero la civilización es una lucha constante contra la naturaleza y la racionalización de la moral no puede sostener la violencia sexual por más tiempo. Para que nuestros machos se apacigüen hace falta sobre todo educación ética. Pero en una sociedad como la nuestra, donde la dominación ideológica de la superstición católica nos ha lastrado moralmente, la mujer tiene que ser todavía un corderito bello y una heredad del hombre. Miren cualquier ceremonia matrimonial religiosa, la familia de jefes y tejedoras que cantan. Miren la misma boda real y vean cómo entre sus forros cardenalicios se consagra la desigualdad. La nueva ley puede que traiga una policía más rápida, pero los nudos mentales que atenazan al macho español habrá que ir desatándolos lentamente con una educación laica, sin morales supersticiosas y sin que se ponga a cada sexo en el lugar que le corresponde junto al sagrado pesebre.

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