Los días persiguiéndose
Luis Miguel Fuentes

  31 de agosto de 2004

Beatus ille

Ha pasado agosto, se ha quemado las cejas el verano. El verano ha sido una palmera con el pie en el agua y el fuego arriba, como las plumas de un indio electrificado. He visto a los bañistas rodando, a los padres coronados de patos, a los niños llevados como lobeznos, a la gente muy hervida; he visto al agua salir descalza con una chica en la boca, a los montes huir con la espalda quemada, a los pájaros rezar en las fuentes, al mundo cansado girar en su rueca; he visto a los políticos quitarse la corbata y a las reinas de las fiestas mear tras un coche y a los castillos lanzarse por los precipicios con un bostezo de dragón. El verano pasó como una pelota por un charco, como una niñez por un patio. Vendrá el invierno como un afeitado, pronto, seca y perezosamente. El invierno recogerá a sus muertos y pondrá el azúcar del frío en las ventanas. Llega un día en que se añora el frío como a una amante muy delgada, y entonces es cuando ha acabado el verano y por las playas sólo pasean los suicidas. Hace ya frío quizá en las cortinas, mientras se va la gente a dar de beber a los trenes, a descorrer España otra vez hacia arriba, dejándose olvidados un libro a medias, un cigarro encendido, una copa manchada. Vuelve el mundo a su luna, agosto se perdió como una novia. Las oficinas esperan con las rodillas juntas y las tardes con café. El castigo es volver a la vida, cuando la vida es un ascensor.

No quiero una ciudad con ambulancias, no quiero tener que escapar cuando se apaguen las farolas y se asfixie el señor alcalde. He visto a la gente bajar de las capitales como perseguidos por el ogro de todo un año, esas vacaciones que hace la gente como yendo de una crucifixión a otra, ese mes en que siguen soñando con el policía de tráfico y con el metro que huele a bragas. El síndrome posvacacional, dicen luego los doctores, porque vuelve la ciudad que te traga con el humo y te pone croasáns de plástico y trampas en la alcantarilla, y todo es ser otra vez la hormiguita con despertador y ese hombre que va al dentista y al trabajo con los mismos zapatos y la misma pereza. Todo es ruido, el ruido que hacen los bancos y las enceradoras, el ruido que hace el corazón junto con los semáforos, el ruido que hacen los codos por la calle y la fundición que es el mundo, el ruido de que llegas tarde y de que la noche se ha estrellado otra vez en la cocina. En la ciudad se esconde el oro y se esconde la tristeza. En la ciudad los relojes están para ahorcarse.

Veo un campanario, un árbol emborrachado de su sombra, un viejo que riñe con un perrito, una motillo con serón que no termina de arrancar. Pronto no quedará más que eso. Los forasteros se van ya con su turbante lleno de trastos, latas, radiocasetes y barbacoas. Se van, por fin, los médicos de la capital, los famosos con gorra, los domingueros sin ducha, las familias de la paella, los pijos de las carreritas. Se va lo sucio y lo invasor, empujado hacia sus máquinas y sus nichos. Mi pueblo se vacía del verano como de una mala comida. Tomarán las palomas las plazas y las azoteas serán musicales. Pronto todo olerá a vendimia, que es un olor como a un borrico purísimo; pronto quizá llueva sobre la playa vacía, como una tinaja que se irá llenando de paz y soledad. Yo me quedaré, como siempre, a esperar el invierno, que es un hada azul que te besa en la frente y tardó mucho.

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