ZOOM · Luis Miguel Fuentes


Eternidad de Aznalcóllar

 

Lo de Aznalcóllar es ya un naufragio eterno. Aznalcóllar tiene la eternidad de los naufragios y las masacres. Su horror sigue ocurriendo todos los días en el ciclorama negro de la memoria, la pesadilla de una hemorragia de tierra y toxinas como una vomitona de maldad, un ave descoyuntada como un espectro con alas de fango, un pez ahogado con un ojo abierto y fijo por la última sorpresa de la muerte, que se nos aparece en la madrugada con su fluorescencia de inocente sacrificado. Lo de Aznalcóllar sigue ocurriendo cada día, y aún nos deja un polluelo cojo, un cangrejo mutante, una tierra maldita, un cementerio de piedras y esqueletos, un graznido pavoroso que retumba contra el cielo, la lágrima de arena, lenta y grave, de la Naturaleza.

La juez de lo de Aznalcóllar rechaza ahora, como era previsible, los recursos contra el archivo del caso, en lo que parece una lucha pequeña y ciega del funcionario contra lo eterno. Creo que era Eugenio d’Ors quien decía más o menos que la justicia es la belleza de las cosas sociales, pero se equivocaba, pues la justicia no nos aparece ahora sino como el intento de un oficinista de encerrar lo eterno, lo que ni comprende ni abarca, en el cajón de los rotuladores. Aznalcóllar, con su eternidad de naufragio, quiere la señora juez archivarlo como una receta, y ahí es donde vemos cómo se equivocan ella y toda la justicia.

La justicia ha olvidado el contrato social, su fidelidad al Leviatán, que es de donde nace, y ha acabado en una hermenéutica de textos sagrados, en un ritual de puñetas y contradanzas, en el bridge de unos señores y señoras que olvidan lo que representan después del viaje astral de unas oposiciones. Ya hemos comentado alguna vez la grieta inabarcable que hay entre la Ley y el sentido común, y este disolverse inocuo de todo el veneno de Aznalcóllar en el té de la señora juez es otro ejemplo de cómo los tribunales han errado el camino y las formas para hacer coreografía y escolástica en vez de aplicar verdadera Justicia. “La Justicia es el estado que resulta cuando todas las leyes son cumplidas”. Lo decía en alguno de los relatos de Asimov un androide positrónico. No está mal para un robot, pero los humanos sabemos que la Justicia es mucho más, y por eso nos viene esa punzada honda y triste cuando vemos que se quiere olvidar Aznalcóllar entre la trivialidad de unos postit.

No hay culpa, no hay responsabilidad. La juez no ve indicios de delito por entre el lodazal de mierda y cadáveres del vertido de Aznalcóllar. La desidia que trae la costumbre y que distrae a los ingenieros, la balsa de decantación como un castillo de playa, las montañas de basura de Boliden como una pirámide blanda de heces, todo era un gran escupitajo de muerte flotando sobre la desgracia y la posibilidad. Tenía que suceder, estaba escrito, todos lo advirtieron. Pero no hay culpa, no hay responsabilidad. La mayor catástrofe ecológica en España vino como un terremoto o un cometa, con esa ausencia de malicia que tiene la fatalidad, y la señora juez lo justifica con su lenguaje de hospital, esdrújulo y malo. El horror de Aznalcóllar tiene menos delito que atropellar a un camaleón, pero los jueces no ven estas contradicciones, que no les entraban en el temario.

Sigue sucediendo lo de Aznalcóllar una y otra vez, en el círculo pertinaz de la vergüenza, y la Naturaleza se encoge llorosa y huérfana, pues las empresas han tenido la gran revelación de que contaminar sale muy rentable. Aznalcóllar en su desinhumarse eterno, en su naufragio de todos los días, y en los juzgados la señora juez piensa un adjetivo polisílabo que haga bonito al final de una frase y le dé contundencia e irrebatibilidad. Lo encuentra y sonríe, satisfecha: “extemporáneo”.

 

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