Los días persiguiéndose
Luis Miguel Fuentes

  2 de septiembre de 2004

Historias

La Historia se puede echar hacia atrás y las naciones remontarse hasta la primera vez que fueron un cercado con dinosaurio. Siempre hay alguien distraído en estas filatelias: buscar el primer bastón de un rey, la primera junta de pastores, la primera voz de un profeta o el primer trapo que tejieron diferente. De ahí se puede sacar toda la mitología de la comarca, el país o del continente, a elegir, dependiendo de las horas que tengamos libres y de lo grande que sea nuestro salón. Sí, porque al final lo que sale es un adorno en la chimenea, igual que esos escudos heráldicos que se encargan por el apellido, donde un López puede verse rodeado de leones rampantes y como viviendo en un parador nacional dentro del escudo. Con la Historia pasa como con la Biblia, que siempre tiene un párrafo que justifica lo que uno quiera y un hondero que degolló, cantó o amó según un dios de nuestro gusto. Edificarnos el alma según la Historia sería aceptar que la misma Historia tiene alma, que es una de las mayores falsificaciones que nos están vendiendo. Pero la Historia es como un huracán al que le ponemos nombre y ya nos creemos con eso que de verdad es una señorita que está barriendo los países con prisa y muy mala leche.

Este periódico saca ahora una gruesa Historia de España y lo prologa o adorna con un debate entre eruditos con diferentes conceptos y diferentes fuentes detrás. Pero el error está precisamente en buscarnos el espíritu en la Historia, que es como buscarse la guapura en el espejo, que siempre encuentra uno un ángulo o una luz del día en que no está tan mal. La Historia no nos puede descubrir nunca el esqueleto blanqueado de las naciones porque es, igual que la matemática, una sintaxis. Los pueblos no los hicieron las montañas, sino las definiciones; no los hicieron el tiempo ni las batallas ni el cordón de sangre y bastardos de las dinastías, sino cuatro que se reúnen ahora en un saloncito alrededor de un diccionario como una estufa. No hay verdad de las naciones, la Historia no nos explica sino que nosotros explicamos la Historia porque queda bien en verso. Kant terminó deshaciéndose de todas la pruebas intelectuales de la existencia de Dios, las pruebas de la “razón pura”, para quedarse con las de la “razón práctica”, que no es otra que la razón moral (aunque uno no la vea nada razonable). Con la existencia de las naciones, los pueblos o los estados, no podemos hacer sino lo mismo. La Historia es la metafísica de las naciones, su razón pura, mientras que la política es su moral, su razón práctica. La nación no es lo que dice la Historia, que canta según su bardo, sino lo que dice Maragall, un poner. No hay más que eso. Así de crudo. Lo que queda, pues, no es una pelea de bibliotecarios sino la otra pelea muy práctica de los señores del dinero y los junteros de la partitocracia, y lo demás es poesía amatoria y ganas de música. Alguien me ha mandado hace poco un correo para que visite su página web, que pide la autonomía de Andalucía Oriental. Hay mucha Historia en ella, pero la Historia no tiene nada que ver. Más tienen que ver las carreteras o la gordura de los bancos de la zona. Se puede pedir la autonomía de Andalucía Oriental, la del Campo de Gibraltar y hasta la del barrio con más o menos el mismo número y peso de referencias bibliográficas y de reyes godos. Se puede desevolucionar alegremente hasta la tribu sin faltar a la tradición. No es la Historia, sino otra cosa de delineantes. La pena es que todavía muera y mate la gente por algo así.

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