Los días persiguiéndose
Luis Miguel Fuentes

  7 de octubre de 2004

Los huesos

Los huesos de Colón son como unas mondas muy históricas o la ceniza de un vaso de leche que se tomó el fantasma más vivo del españolismo catolicón, imperial, transatlántico y misionero. Colón no se sabe con seguridad si era genovés o mallorquín o judío o catalán o gallego; ni siquiera sabemos si los huesos de Colón son de Colón, pero hay una fe en estos restos como en los de un apóstol, que la Historia también necesita sus apóstoles milagreros. Los huesos de Colón, la Hispanidad en su cajita, los están llevando de un lado a otro para buscarle la filiación con los más concienzudos microscopios. El fetichismo de la muerte, tan mediterráneo, junto al fetichismo de la Historia, tan español. Antes levantaron Madrid para buscar la calavera con gorguera de Velázquez, como si todavía nos hubiera dejado un último dibujo en cuclillas. Estos muertos ya no tienen nada que explicarnos pero hay que buscarles la postura exacta de su muerte y el pensamiento que se les quedó prendido en el esqueleto. Un muerto perdido es como no encontrar el ancla de su alma, y eso, en nuestra cultura, nos desconcierta y enseguida se piensa que ha resucitado o que está congelado con Walt Disney. Mozart, de quien se ha llegado decir que murió por comer una chuleta de cerdo con triquinosis, fue enterrado en una fosa común que parece que luego fue abierta para cobijar un tumulto de otros muertos, y sus pequeños huesos dispersados como teclas de un clavicémbalo que se desguazó. De esos huesos perdidos es de donde nace toda la leyenda: la de que sólo un perro iba detrás del ataúd, la de su Réquiem con fantasma, las de sus múltiples asesinos y muertes. Quizá hay que encontrar el hueso o darle el nombre que le pertenece para desmentir la leyenda o bien confirmarla convertida en un aparecido sin dientes. No importa lo que digan los microscopios. Los huesos de la catedral de Sevilla tienen que ser los de Colón porque pega como un retablo.

El fetichismo de la muerte puede estar en un esqueleto bajo el suelo o puede estar en el muerto vivo al que se le ve pudrirse como un frutero. El muerto vivo es como un espectáculo que nos hacen en él las hormigas. El muerto vivo complace morbosamente como el sol de un domingo de difuntos. No hay terreno que nos dé más muertos vivos que la política, donde los huesos sí pueden hablar todavía mientras los vivos deciden si terminarán en leyenda o en fosfato. El muerto vivo por excelencia de nuestra política es Felipe González, que tiene algo de muerto loco en el jardín, con sus huesos de arbusto rosáceo. Alfonso Guerra es el muerto con cascabeles y huesos de caña. Fraga, cansado ya como un papa, se va muriendo políticamente con sus rebotados en Galicia y su respiración antigua. Será un muerto como un galeón tumbado, con sus huesos de diplodocus. Aznar, que vive o muere teresianamente, será un muerto con espadón y dará huesos de románico. A Teófila Martínez le espera ya una muerte política larga y estrepitosa como la de una cucaña, y dejará huesos de pan de Cádiz. Arenas todavía tiene poderosa vida en política pero, a poco que se descantille, nos hará un muerto bien afeitado y con huesos de regatista. O Rajoy, que si pierde otra vez con Zapatero no será un muerto sino el paraguas de un muerto, que no tiene huesos. Los muertos políticos no se entierran en catedrales, todo lo más en Bruselas. El fetichismo de la muerte nos da para muchos tés en la política y para muchos candelabros en la Historia. Colón no sabía que se moría para una radiografía. Los políticos, seguramente sí.

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